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Carmen Suárez | Abajo

Cada noche, Matilda oía una canción en el sótano. Empezaba cuando las luces de la casa llevaban tiempo apagadas, cuando la respiración de sus compañeras en las literas se acompasaba. De vez en cuando, unos pasos, unas llaves que entrechocaban en un cinturón. La vigilante nocturna parecía ajena a la canción. O a lo mejor simplemente la ignoraba. Matilda se quedaba inerte en la cama, intentando no respirar fuerte, no moverse, que quien cantara en el sótano no advirtiera su presencia. Era incapaz de cerrar los ojos hasta que la voz se extinguía y no quedaban más que los crujidos y sonidos propios del viejo edificio.



A la mañana siguiente, Matilda siempre tenía mal aspecto. Las ojeras y la palidez la acompañaban durante todo el día. Sus compañeras simplemente pensaban que era así. Sus profesoras, que era una niña rebelde que no apreciaba el tiempo de descanso. A Matilda le dolían las manos de las mordeduras de la vara y las rodillas del frío suelo.

Pero la voz cantaba todas las noches, y Matilda no podía dormir.

Un día intentó contárselo a alguien. A una alumna, a una profesora, al encargado de mantenimiento. Pero, ¿cómo empezar? Creerían que estaba loca. Sus compañeras se reirían de ella en el mejor de los casos, en el peor la aislarían aun más. Sus profesoras responderían con la vara y el castigo. El resto del personal del centro no harían nada, meros fantasmas que realizaban tareas y que a las ocho en punto desaparecían para ir a sus casas.

Matilda optó por la única vía que se le ocurrió. Como las llamadas por teléfono estaban cronometradas, escribió largas cartas a su hermano mayor, fuera del internado. Si las leían las profesoras, pensarían que era presa de una imaginación anormal. La castigarían igualmente, pero al menos no la tomarían por loca. Matilda envió la primera carta temiendo que nunca llegara a su hermano, que la llamaran al despacho de la directora, que sus manos estuvieran rojas de nuevo.

Nada de eso pasó.

Su hermano respondió una semana más tarde, inseguro de si estaba tomándole el pelo o no. Matilda no supo qué responderle. ¿Debía mantenerle en la ignorancia? La canción seguía oyéndose por las noches. Seguía arrebatándole el descanso. Le escribió en un estado de privación del sueño. No recordaba qué. Era posible que ni siquiera hubiera conseguido coherencia en su mensaje.

Una noche, harta y atemorizada, se levantó. El castigo por deambular por los pasillos era despiadado. Era, precisamente, el encerramiento en una sala del sótano. Pero ella no lo aguantaba más. La voz bajo los tablones del suelo la martirizaba. Sus pies se enfriaron. Esquivó la luz del candil de la vigilante nocturna. La canción guiaba. Abajo, abajo, abajo.

Las escaleras mordían su piel. Atravesó la sala común, con su radio y sus juegos de mesa, sus libros y sus revistas de hojas amarillas. Llegó a la puerta del sótano y la descubrió abierta. La oscuridad, la más profunda que hubiera podido imaginar, se abría ante ella como la boca de una gigantesca criatura a punto de devorarla. Era casi tangible, podría tocarla y moldearla. Cortarla con un cuchillo. En el interior de la bestia, la voz, la canción.

Avanzó un paso y luego otro.

El coche atravesó los campos como una bala. O al menos eso esperaba su conductor. Robert acarició el volante de su recién comprado Chevrolet Sedán. Era casi nuevo, su amigo John sólo lo había tenido un año. Había tenido que venderlo por el quiebre de la fábrica en la que trabajaba, así que Robert había podido comprarlo por un precio mucho menor de su actual valor.

Lo mimaba como nunca había mimado nada, y estaba deseando llevar a Anabelle, su nueva novia, de picnic. Pero eso tendría que esperar. La última carta de su hermana lo había preocupado. Matilda nunca había sido de las que se inventaban historias, tampoco de las que se dejaban llevar por su imaginación. Esperaba que todo fuera una broma, algo orquestado por la influencia de nuevas amigas, algo inocente.

Pero si la primera había sido extraña, la segunda carta había sido peor. Robert pisó el acelerador. Faltaban pocos kilómetros para el apartado internado en medio de los campos de trigo del medio oeste. El sol de finales de octubre se ocultaba y pronto la noche caería sobre él. Debía darse prisa.

Ya veía el enorme edificio del internado y los campos de cultivo terminaron abruptamente. La gran puerta de hierro del recinto estaba cerrada con una gran cadena. Robert frenó el coche y se bajó, las piernas temblándole por el largo trayecto. Frunció el ceño ante lo que vio. El candado estaba lleno de óxido y el edificio tenía pinta de abandonado. Cuando lo visitó a principio de septiembre, con sus padres para dejar a su hermana, era un hermoso lugar. Sobrio, sí, pero no descuidado ni anticuado.

A sus padres les habían dicho que inculcaban en las jóvenes la ética y la moral apropiadas en tiempos modernos. Para Robert había significado claramente aterrorizarlas como si estuvieran en un campo de concentración alemán, pero no se había quejado. Sus padres estaban conformes con lo que las profesoras les habían dicho, y Matilda tampoco había alzado la voz en contra.

Pero las cartas. Las cartas llenas de extrañas historias de canciones en el sótano que nadie más que ella oía. La segunda, llena de frases inconexas, de palabras sueltas por en medio de la hoja. Aquí un pensamiento, en medio otro. Su hermana no era así de difusa. Estaba preocupado.

Encontró un timbre de bronce. Llamó repetidamente. Golpeó las barras de hierro. Pero nada ocurrió. Nadie acudió. Robert se quedó allí plantado, la noche cayendo sobre él y su Chevrolet Sedán casi nuevo.

Regresó al coche. Antes de cerrar la puerta, un sonido. Prestó atención. No era un sonido cualquiera. Era una canción. Reconoció algunas palabras. Habían aparecido de forma intermitente en la segunda carta de Matilda. Era ella quien cantaba, llegando hasta él claramente. Bajó rápidamente del coche, se aferró a las barras de hierro que le mordían las manos y se las enfriaban. Gritó, llamó a Matilda, intentó forzar la puerta. Intentó trepar. No había forma. Su hermana estaba ahí, en el sótano, sola y desesperada.

¿Cómo sabía que estaba en el sótano?

Robert reculó. Algo oscuro se deslizaba fuera del edificio, hacia él. Regresó al coche, arrancó. Los faros lanzaron extrañas sombras en el terreno del internado. Circuló en marcha atrás un buen trecho. Lo giró, la canción pegada a sus oídos. Abajo, abajo, abajo. Al mirar sus pies había oscuridad. La noche sobre él, los faros alumbrando la carretera. Era como si tuviera los pies metidos en petróleo. Apenas podía moverlos. Condujo a una velocidad imprudente. Y la canción le seguía. Gritó cuando vio una mano, pálida, blanca, subir por su tobillo. Dio un brusco giro al volante, las ruedas chocaron contra algo y de repente arriba era abajo y nada más.

Despertó en una cama de hospital. La luz del sol era cálida, pero el aire frío. Notaba vendas en la cabeza y en los brazos. Una figura tapó la luz. Una enfermera, cofia blanca, delantal blanco. Le dijo algo pero no lo entendió. Desapareció. Algo goteaba. Cayó dormido.

La segunda vez que despertó, seguía en la cama del hospital. Pero era de noche. Se oían murmullos de gente hablando en voz baja. Lloros de niños. Alguien tecleaba en algún lugar al otro lado de la puerta de la habitación. Había otros tres hombres en ella. Uno gemía quedamente, el brazo cortado más arriba del codo, vendado. Robert se incorporó. Se sentía famélico, sediento. Intentó hablar y no pudo. Cansado, se dejó caer. Esperó. Esperó. Esperó. El ruido de la vida era reconfortante. Recordaba la canción y la mano. Pero aquella oscuridad no era pegajosa y profunda, no era sólida. Era la sombra, la noche, el quicio de la puerta arrojaba luz.

Al cabo de un tiempo, justo cuando volvía a quedarse dormido, la puerta se abrió. Una enfermera entró con una bandeja y despertó sin piedad a un par de hombres para darles sus medicinas. Robert se incorporó. Ella, al verle, no hizo gesto alguno por acercarse hasta que hubo terminado.

—¿Cómo se encuentra? –preguntó–. Anda que no nos ha costado nada saber quién era, caballero. Su familia está aquí, en la ciudad, pero los llamaremos mañana, ¿no?

—¿Mi familia? –Robert estaba confuso.

—Sí, hombre. Sus padres y su hermana.

—Ella está en el internado –dijo Robert. Sacudió la cabeza, intentando despejarse. La enfermera sonrió.

—Sí, claro, lo sé, me lo contó. Ese de los campos. Qué suerte tiene, he oído que de allí las niñas salen muy bien educadas, ¿sabe? Bueno, pues sus padres la han sacado para que viniera. Ha estado dos semanas inconsciente, ¿sabe?

Robert asintió. La enfermera le trajo comida y agua. Cuando hubo terminado, se sumió en un sopor que le llevó de nuevo al sueño. Despertó con un peso encima. El olor de su colonia le dijo quién era antes de abrir los ojos. Su madre. El peinado cuidado, el traje de color menta, las grandes perlas. Su padre, sombrero en mano, le apretaba el hombro. Decían algo, pero Robert no escuchaba. A los pies de la cama estaba Matilda.

Quiso decirle que había ido a por ella, que el internado estaba abandonado. Que algo había intentado aferrarse a él mientras huía. Pero las palabras murieron en su boca. La luz del día le calentaba las piernas. Matilda sonreía.

Pero ella no era Matilda.

CARMEN SUÁREZ
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