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María Jesús Sánchez | La vida

He vuelto a ver Mi vida sin mí. Desde que la descubrí, no hace mucho, la veo a menudo. Me sirve de anclaje a esta vida terrenal. Mi mejor medicina contra el dolor, la angustia y los sinsentidos cotidianos es pararme, fijar mi vista en algo que tenga delante y ser consciente de que estoy en ese lugar, que no vivo en mi mente y que me voy a morir.



No puedo entender la vida sin la muerte. Solo cuando soy consciente de lo efímera que es la existencia soy capaz de vivir, porque es en ese momento en el que descubro que todos los problemas, todos mis pensamientos negativos no son más que espejismos en los que me sumerjo para castigarme y hacerme daño. No son reales.

La realidad es que mañana me puedo morir y el tiempo que he malgastado peleándome conmigo misma es un tiempo perdido, un tiempo que no dediqué a ver cómo cambia de color el cielo, ni a observar los árboles desnudos del invierno, ni las risas de los ancianos. Un tiempo en el que renuncié a utilizar los órganos a través de los cuales porciones de felicidad y de placer –la palabra maldita– se cuelan en mi mente: los sensoriales.

"Cuando entres en el bucle cerebral, baja al cuerpo", me dice siempre mi psicólogo. Y es verdad. Si me concentro en lo que oigo, en lo que veo, en los ruidos, en mi paladar y escucho a mi piel pedir, es entonces cuando las voces chillonas de mi cabeza paran de gritar un rato. El foco de luz de mi concentración ha cambiado su objetivo: ya no alumbra el cerebro, ahora soy yo el objeto iluminado.

¡Qué me cuesta ser feliz! Aunque lo que de verdad me cuesta es darme el derecho a estar bien, a no sentir otra cosa que paz. Me niego el equilibro. La voz de una monja en mi cabeza me dice que no me lo merezco... Maldita educación judeocristiana que me ha dejado a merced de los lobos de la culpa.

Llevo años luchando contra el "niégate a ti mismo" y "esto es un valle de lágrimas". Mi razón sabe que los mensajes son falsos y que han sido elaborados para controlarnos y someternos, jugando con el gran miedo. El miedo a la muerte. Pero qué difícil es que mi subconsciente se dé cuenta de esa gran verdad.

Me gusta Isabel Coixet, me gusta su forma de enseñarnos el mundo, su manera de acercarnos al dolor sin morbo, sin recreación, solo como una experiencia vital más. Durante mucho tiempo me negué a ver esta película sobre una mujer joven que se va a morir. Yo utilizo el arte para evadirme, no para activar mis miedos o angustias.

Pero una vez que me sumergí en un agua que en principio parecía helada, descubrí que no estaba tan fría, que solo estaba lo suficientemente fresca como para despertarme, para pegarme un pellizco y decirme que no malgastase más mi tiempo.

¿Por qué esperar a tener un diagnóstico terminal para hacer aquello que deseamos? La protagonista no se pone a llorar, ni mira al cielo gritando: "¿por qué a mí?". Hace una lista de cosas que quiere experimentar. Además, todas ellas las va a buscar, va a provocar que ocurran, sin culpa, sin prejuicios, sin moralina. ¿Qué habría en mi lista?

MARÍA JESÚS SÁNCHEZ
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