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Daniel Guerrero | Un país de mojigatos

España surgía de la larga noche de la dictadura, una oscuridad de rancias costumbres que prohibían todo exceso y castigaban con represión, cárcel y garrote vil cualquier atisbo de transgresión no tolerada por un régimen que imponía su santa y retrógrada voluntad. Para eso había ganado una guerra civil. Tras la muerte del dictador –en su cama y después de recibir los santos sacramentos como buen cristiano–, los españoles creímos asistir a un amanecer sin ataduras, días luminosos en los que hasta la movida madrileña se atrevía enseñar las tetas al alcalde tierno y progresista de Madrid sin que nos abrasáramos en el infierno.



Habíamos pasado, de la noche a la mañana, de ser catetos con boina a modernos que te cagas, sin más entrenamiento que el soltarse la melena sin pudor ni vergüenza. Aprendimos que ese era el único requisito para ser libres y poder demostrarlo: saltarse a la torera todo lo que pareciera un impedimento a la desenvoltura de los afectos y la relajación de las costumbres, incluyendo las normas del buen gusto y los manuales de urbanidad, respeto y cortesía.

Y empezamos a confundir el culo con las témporas buscando una manera transgresora de conducirse y persiguiendo una libertad que no reconoce la libertad de los otros, de los que voluntariamente se comportan y piensan de otra manera. La intolerancia de unos comenzó a alimentar la intolerancia de otros, con la mutua intención de imponerse una sobre la otra en una contienda que perdura hasta hoy y no tiene visos de tregua.

Desde entonces, nos instalamos cómodamente en la provocación y renunciamos al esfuerzo ilustrado de transformar lo establecido. De misa diaria pasamos a botellona casi diaria y del sexo a escondidas transitamos a la pornografía codificada o en abierto por Internet. Y de la democracia orgánica con saludo falangista a la democracia liberal con pluralidad de partidos y líderes con coleta.

Un cambio radical que mantiene, empero, la religión en las aulas, los nombres franquistas en las calles y unas leyes que prohíben el aborto o las manifestaciones públicas. El país hedonista convive con las procesiones de Semana Santa y los libertinos y herejes con los tradicionalistas a ultranza, brindando esas ocasiones de roce en las que cada parte echa chispas de la contraria.

Así, unos titiriteros pueden acabar en la cárcel por cuestionar ante niños los fantasmas que nos aterran o unas liberadas están pendientes de juicio por llevar en andas una vagina en procesión. Incluso hay quienes se rasgan las vestiduras porque en un acto municipal alguien remede un padrenuestro que santifica el coño de la libertad.

Todo sucede de manera provocativa, mientras la educación queda al pairo del Gobierno de turno, la pobreza es un asunto individual y el Estado financia una determinada confesión religiosa a través de una casilla en la Declaración de Renta, en la de otros fines y con los acuerdos de un privilegiado concordato inderogable.

La España pacata se muestra intolerante con la transgresora y ésta con aquella mientras ambas mantienen intactas las estructuras económicas, culturales, políticas y sociales que les permiten esa convivencia en el conflicto. Se necesitan una a la otra para reforzar sus respectivas posiciones y evidenciar ante propios y extraños sus niveles de arraigo entre las tendencias de la colectividad.

No conseguimos superar este estadio de la intolerancia y la gratuita provocación que han hecho de la vida moderna un espacio propenso a considerar los sentimientos individuales más importantes que el bien común. Seguimos considerando, con esa “sensibilidad” pacata que nos caracteriza, más provocadores e intolerables un coño o una virgen que las desigualdades, las injusticias o la pobreza que existen en nuestra sociedad. Somos así de mojigatos.

DANIEL GUERRERO
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