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Daniel Guerrero | Una infanta en el banquillo

Opinar sobre la difícil situación por la que atraviesa una personalidad perteneciente a la realeza de este país –una infanta de España, hija y hermana de reyes– es un asunto delicado y sumamente complejo por lo que representa, en ámbitos que trascienden lo particular, que personas de “sangre azul” se sienten en el banquillo de los acusados.



Hay que afinar la prudencia de una crítica que, llegado el caso, no intenta juzgar la institución monárquica, sino a una oveja descarriada que ha confundido la responsabilidad que le otorga su pertenencia a la Familia Real con la supuesta impunidad con la que cree no estar sujeta a las leyes y normas de un Estado de Derecho.

No se trata, por tanto, de hacer valoraciones sobre doña Cristina Federica de Borbón y Grecia, quien tiene derecho a defender su inocencia como mejor sepa y pueda o como aconsejen sus abogados defensores. Ni se pretende cuestionarla por lo que es, un familiar del rey de España, pero tampoco eximirla de las consecuencias de sus actos como si éstos fueran impunes y no estuvieran sujetos a la acción de la justicia.

Lo que sí queremos considerar en este caso, muy particularmente, es la actuación de instituciones públicas que parecen decididas a prestarse a la defensa contra viento y marea de una acusada, por muy importante y relevante que sea, olvidando su cometido fundamental de velar por el interés general, al que deberían representar y preservar.

Ni el Ministerio de Hacienda, a través de un certificado de la Agencia Tributaria que no reconoce delito de elusión fiscal en la imputada, ni el Ministerio Fiscal, empeñado en que se aplique a la Infanta la llamada doctrina Botín, deberían comportarse como abogados defensores de la infanta Cristina por cuanto esa función, que corresponde a los abogados contratados por ella, entra en colisión con el cometido de ambas instituciones: la defensa de la legalidad y de los intereses generales aquí perjudicados.

Ni siquiera deberían solicitar, como han hecho, el sobreseimiento parcial de la causa en lo que concierne a la infanta, lo cual supondría la existencia de privilegios judiciales a una persona simplemente por ser quien es: una aristocrática personalidad de la realeza.

Resulta bochornoso que la Abogacía del Estado, la que supuestamente defiende los intereses generales del Estado y, en esta causa, a la Hacienda Pública, siendo la encargada de la acción en defensa de dicho organismo estatal, considere que doña Cristina de Borbón, copropietaria junto a su marido, Iñaki Urdangarin, de la empresa Aizoon con la que presuntamente se cometieron delitos fiscales, no ha cometido delito alguno ya que no hay un perjudicado concreto que pueda personarse en el procedimiento. La Abogacía resumió su argumento precisando que el lema “Hacienda somos todos” debe considerarse un eslogan comercial y no una realidad en la que pueda contemplarse algún perjudicado individual.

Por su parte, el fiscal Pedro Horrach estima que no hay indicios concretos ni mecanismos de interpretación de la ley –ante la carencia de perjudicado ni acusación por parte de la Agencia Tributaria, sólo la acusación pública del Sindicato Manos Limpias– para sentar en el banquillo a la infanta.

Por tanto, el Ministerio Fiscal no acusa a doña Cristina, aunque le exige, como responsable civil a título lucrativo, una multa de 600.000 euros, los que disfrutó de la parte ilícita obtenida por su marido. Es decir, el fiscal exime a la infanta de responsabilidad penal, aunque la considere partícipe a título lucrativo de los delitos atribuidos a su esposo, posicionamiento éste compartido por la Abogacía del Estado.

Sin acusación por parte del perjudicado –la Agencia Tributaria– a través de la Abogacía del Estado ni por parte de la Fiscalía, el tribunal ha tenido que decidir sobre la exoneración de la infanta Cristina, en aplicación de la doctrina Botín, solicitada por ambos, en el sentido de archivar la acusación que pesaba sobre ella por parte únicamente de Manos Limpias.

Tal petición, en la línea planteada por los defensores de la infanta, se basaba en la jurisprudencia creada con el juicio al banquero Emilio Botín, en 2007, que impone el sobreseimiento de una causa cuando ni la fiscalía o un afectado directo ejercen acusación y sólo impulsa el proceso una acusación popular.

Y las magistradas del tribunal, en un auto de 85 páginas, han resuelto rechazar la aplicación de esa doctrina tan sumamente ventajosa para la infanta, reconociendo la existencia de delito, precisamente el delito del que se acusa a su marido y del que no puede excluirse a la supuesta cooperadora necesaria para su comisión.

Por este motivo, doña Cristina de Borbón tendrá que volver a sentarse en el banquillo de los acusados, a pesar de los esfuerzos realizados por los organismos que debían precisamente de acusarla de defraudar a la Hacienda Pública y cometer delitos fiscales. Recupera esta resolución el criterio del juez instructor, José Castro, de que, cuando se protege del delito un bien jurídico colectivo de interés general, la acción popular sí está legitimada para sostener la acusación por sí sola, aunque no lo hagan el Ministerio Fiscal ni el perjudicado por el posible delito.

Gracias a la resolución del tribunal, la exduquesa de Palma será juzgada como cualquier ciudadano en el que concurren indicios de actuaciones contrarias a la ley, sin importar condición social ni el favor del principal perjudicado que se niega acusar la comisión de delitos que sí contempla en el copropietario de la sociedad encausada.

Que el propio Estado participe así, a través de los organismos correspondientes, en discriminar la acción de la justicia en función del acusado, parece cuando menos criticable. Si la sentencia final exculpa o condena a una Infanta es irrelevante en comparación con el perjuicio que se le inflinge a una Justicia justa e imparcial con las actuaciones de un Ministerio Fiscal y una Abogacía del Estado convertidos en abogados defensores de los acusados, dependiendo de su estatus y posición social. No se trata, pues, de opinar sobre la Infanta, sino sobre la Justicia y sus órganos.

DANIEL GUERRERO