Ir al contenido principal

María Jesús Sánchez | Envidia

Cuando tuve que ponerme a pensar o, mejor dicho, cuando la realidad me dio un guantazo y no me quedó más remedio que dejar de mirarme el ombligo y coger las riendas de mi futuro laboral, lo tuve claro: mi destino era Francia. Yo siempre he admirado a los franceses, admiración que saca su parte más oscura y se convierte en envidia.



Ningún pueblo conoce y defiende sus derechos como el galo. Ellos saben perfectamente la sangre y el sufrimiento que han costado los derechos civiles y los sociales. Soy de los pocos jóvenes españoles que no da por hecho nada. Nada.

La jornada de ocho horas, las vacaciones, la conciliación familiar, un salario digno –actualmente en España es ciencia ficción; de hecho, somos un país rico donde un trabajador puede ser pobre–, la libertad de expresión, el tener una jubilación cuando el cuerpo ya no tira –recuerdo cuando visité un país del este de Europa y vi a ancianos trabajando porque allí no existía la Seguridad Social, me dio mucha pena– todos esos derechos que consiguieron hombres y mujeres en las calles, en las cárceles, con quebranto de su piel y de su espíritu, mientras otros miraban para otro lado, están hoy más que nunca en peligro.

No hay que dar nada por supuesto: nuestra libertad y nuestros derechos humanos deben ser mirados y cuidados cada día como una cosa frágil, sin que pase uno en que caigan en nuestro olvido.

Dicen que la historia es pendular y también las generaciones familiares. Mi abuela era una luchadora con conciencia social; mi padre, un frívolo estafador. Y en mí ha quedado fuertemente anclada esa sensibilidad que me hace ver las injusticias, las desigualdades; que me hace empática con los derrotados, con los desheredados.

No deja de llamarme la atención que aquellos que se hacen llamar "cristianos" no sean más que la representación de ese fariseo de la Biblia que daba las gracias a Dios "por no ser como ellos". Mi ateísmo, producto de una mala educación en colegios religiosos clasistas, no está reñido con mi gusto por ese evangelio que predica la igualdad, la tolerancia, el amor a uno mismo y al prójimo, que ha sido tantas veces prostituido y pisoteado en aras del control de la mente de aquellos que tienen miedo a la muerte: todos los humanos.

Y aquí estoy en París, trabajando para una pija, pero con contrato y con todas mis horas declaradas. Ni ella ni su insensibilidad se atreven a pagarme en negro. He caído en uno de los pecados capitales: siento envidia de esta gente que se hizo respetar ante unos reyes déspotas y se atrevió a verlos como humanos sin divinidad.

MARÍA JESÚS SÁNCHEZ