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María Jesús Sánchez | Poder

Hoy me ha ocurrido algo sorprendente y esperanzador. Hasta ahora, cada vez que mi jefa me montaba un pollo y recurría a los malos modales, yo saltaba movida por el resorte de la defensa y me dejaba llevar por la ira de la justicia. Entraba en bucle: "La cerda esta se cree que me puede hablar como ella quiera porque tenga un mal día o por su insatisfacción permanente".



"Estoy harta, esto no es justo. Yo me parto la cara todos los días en el trabajo y para ella nunca es suficiente; solo se fija en el error. Quiero gritarle y mandarla a la mierda. Yo no me merezco este trato, no me merezco esto. Es una cerda, no me lo merezco. El mundo es injusto, no recibo nada de lo que doy. No lo entiendo, no lo entiendo...". Y así, sin parar, caigo en la desesperación.

El resultado final siempre es el mismo. Mi cuerpo se tensa, me duele la mandíbula, mi estómago se contrae en la cabeza de un alfiler, mi corazón se acelera, el grito no sale, pero me ahoga... Quiero correr, quiero huir, quiero destrozar, pegar, arrasar, tomarme la justicia por mi mano.

Mientras, todo mi organismo sufre y está entregado a la vibración de un gong infernal que le hace temblar sin poder parar... Llegado a este punto, ya no soy dueña de mí: la rabia me posee y el cristal se ha vuelto marrón. Y mientras el huracán de la impotencia asola mis contornos, ella, mi jefa, se ha ido a hacerse la manicura.

Una vez que el último tornado ha pasado, me quedo devastada y con cara de gilipollas porque he sufrido. Porque las cosas no son como yo creo que deben ser –aquí está el quid de la cuestión: querer que todo el mundo esté estandarizado y sometido a los férreos principios que a mí me inculcaron las "maravillosas" monjas a pico y pala–. Yo lo paso mal y ella se va tan tranquila. Gilipollas que soy.

Pues hoy no he caído en la trampa. Se ha levantado con la resaca de haber salido anoche y de no haber encontrado ninguna presa joven para su paladar caprichoso. Nada más ver sus ojos, sabía que iba a abrir la caja de Pandora.

Los truenos empezaron antes del desayuno, delante de sus hijos, en el instante en que yo los vestía. Empezó a analizar todos mis movimientos y a escupir su frustración. Sapos verdes descendían de su boca montados en flechas dirigidas hacia mí. Tuve un momento de lucidez: "Marta, piensa en cómo terminó esto la última vez; en cómo te sentiste si entras en su juego. Vas a sufrir".

No puedo decir que no me dolieran sus letanías sobre mis defectos y mi supuesta inutilidad para hacer las cosas. La arena que movían sus palabras se clavaba como lo hace en Cádiz un día de levante. Pero no dejé que traspasara mi piel: me mantuve firme ante las embestidas.

Lo hago por mí, porque me quiero, porque no me gusta sufrir, ni estar mal. Esos eran los mantras que calmaban mi boca y mi lengua, que estaban ya con la armadura y la espada prestas a la pelea, al ataque.

Hoy he descubierto que tengo verdadero poder. El mejor poder. El poder de no dejarme arrastrar; el poder de devolverle el regalo envenenado que me quería ofrecer. El poder de mantener la calma y protegerme en un templo sagrado que hay dentro de mí y cuyo lugar solo yo conozco.

Pero ahora analizo cómo lo he hecho; quiero descifrar la fórmula mágica y encerrarla en un frasquito con una etiqueta que ponga "utilizar en caso de emergencia". Pero no hay fórmulas, no las hay. Tendré que segur practicando...

MARÍA JESÚS SÁNCHEZ