Ir al contenido principal

Gonzalo Pérez Ponferrada | Antepasados

Hace unos días, a altas horas de la noche, confundí el lamento de un muerto con el maullido de un gato. Era un muerto que no quiso decirme su nombre. Estaba paseando por la Corredera, y fue tan sutil la queja de ese fantasma, que al principio no pude distinguirlo.



Generalmente, en la madrugada, los fantasmas de nuestros antepasados suelen abordarnos, y aquel día me tocó a mí. Era un muerto de muchos años, por eso no sé si entendí bien su súplica porque me hablaba en un castellano tan primitivo que prácticamente era latín.

Para saber qué intenciones traía comencé a dirigirme a él como si estuviera vivo, sobre todo, para acortar distancias y recelos por su parte... Me dijo que él necesitaba al tiempo. “Todos vivimos con el tiempo”, le contesté. “Y tú precisamente –le señalé– si estás muerto, no sé para que lo quieres”. El muerto calló e, inmediatamente, me respondió: “quiero parar el reloj, necesito todo el tiempo que me puedas dar”, me volvió a suplicar.

A esas alturas tan raras de la conversación le pregunté por su identidad. Y fue cuando me dijo que vivió allá por el año 1236, cuando Fernando III conquistó Córdoba. Era un soldado leonés que tras varios años de luchas en tierras sarracenas, le pidió al rey el merecido descanso definitivo. Se quedó en la prometedora Campiña montillana.

Parece que en aquellas épocas de moros, el pueblo no tenía gran significación en la historia del momento. Montilla era una tierra de nadie, cercana a la Cora de Cabra. Aquí nuestro viejo soldado quiso fundar su familia y vivir sus últimos días.

Creó una saga tan numerosa que muchos de nuestros paisanos de ahora desconocen que se mantiene la alta probabilidad de que su vecino de toda la vida o la bonita joven con la que se cruzan cada día, compartan la misma sangre: la de aquel viejo soldado de Ponferrada que sacrificó su juventud para servir al rey Fernando. La de un leonés muerto que sigue reclamando tiempo.

Por eso, cuando quise contestarle, desapareció y percibí por primera vez al gato. El minino siguió maullando muy bajito, como si fuera un bebé abandonado. Fue entonces cuando decidí seguir camino de mi casa, muy despacio, para no molestar a mis fantasmas.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA