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Jes Jiménez | Los escurridizos nombres de los colores (II)

Un ejemplo, entre muchos otros posibles, del uso literario de los colores lo encontramos en La de los tristes destinos, volumen número 40 de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós. Allí describe una batalla decisiva para la caída de la monarquía de Isabel II:


“Caía la tarde, y el Occidente se encendió en un crepúsculo rojo, fondo muy apropiado, por su sanguinolento esplendor, a la fiera batalla. A poco de iniciado el ataque, empezó a debilitarse el rojo del cielo, y cuando los combatientes llegaban al delirio, aquel tono degeneraba en rosa…”. Un poco más adelante, escribe: “En los trances de mayor furia, el cielo de Occidente pasó del rosa al violeta, se diluía fundiéndose en el azul diáfano y puro, señal de paz”.

La magnífica pluma de Galdós nos permite “ver” los diversos tonos de rojos –sol crepuscular, sangre derramada de los combatientes– y cómo se van diluyendo en el rosáceo tono del cielo que se va trasmutando en violeta y azul astral.

La referencia a realidades que son comunes a la experiencia de los lectores, los cambiantes tonos del cielo crepuscular o el color de la sangre facilitan la definición en nuestra imaginación de los colores descritos por el autor. Pero si nos situamos fuera de ese contexto concreto, el “azul diáfano y puro”, el “rojo del cielo”, el “rosa” o el “violeta”, ¿serán imaginados por cada lector de la misma forma? ¿Se “visualizarán” con el mismo tono?

Cuando el contexto cultural cambia, también varía la apreciación de los colores. Y lo que en una determinada realidad sociohistórica parece obvio o “normal”, resulta totalmente diferente en otros contextos. Por ejemplo, en la Ilíada, la única mención al color azul, en todo el texto, es la siguiente: “Tras hablar así, el de azuladas melenas...”. Se refiere al cabello de Poseidón, dios griego del mar. En toda la Ilíada no aparece el azul como nombre de color, ni para el cielo, ni para las aguas marinas: solamente para los rizos ondulados de Poseidón.

Como ya vimos en la anterior entrega, los nombres de los colores no se corresponden de unas lenguas a otras o, incluso, pueden variar históricamente dentro de un mismo idioma. Según algunos estudios antropológicos, las sociedades más pequeñas tienden a tener menos palabras para nombrar colores que las sociedades más complejas.

Algunos idiomas tienen palabras propias solo para blanco y negro como términos que distinguen el grado de luminosidad o brillo. Y otras sociedades más desarrolladas tienden a hacer distinciones más amplias en los nombres de los colores según las necesidades culturales asociadas al uso de pigmentos y tintes más diferenciados.

La visión de los colores, como cualquier otra peculiaridad perceptiva, está claramente relacionada con las formas de vida de las personas y condicionada, por lo tanto, por su realidad sociohistórica. Los nombres de los colores están determinados por esa misma realidad y, a su vez, íntimamente relacionados con la forma en que son percibidos. Según diversos estudios psicológicos, la clasificación de los colores depende del sistema lingüístico y éste, a su vez, influye en la percepción de los colores.

Y claramente existe una limitación en cuanto a los nombres disponibles en los distintos idiomas. Por ejemplo, aunque el ojo humano es capaz de diferenciar muchos miles de colores diferentes, el vocabulario habitual apenas puede alcanzar el medio centenar de nombres distintos.

Lo que resulta más llamativo es que ni en español, ni en inglés, ni en otras lenguas europeas existe un nombre comúnmente aceptado para los colores existentes entre el amarillo y el verde y entre el verde y el azul. A pesar de que, como se puede comprobar en el siguiente diagrama de la Comisión Internacional de Iluminación (CIE), hay un amplio espacio entre el amarillo y el verde que aparece indicado como: amarillo verdoso, verde-amarillo y verde amarillento. También es muy amplio el espacio de colores entre el verde y el azul, con los siguientes indicativos: verde azulado y azul verdoso.


Por otra parte, es difícil la consistencia en la percepción y memorización de los colores. El artista y profesor Josef Albers nos cuenta en una de sus más difundidas obras, La interacción del color, que si hablamos del color rojo ante cincuenta personas, se producirá un rojo diferente en la imaginación de cada una de esas cincuenta personas.

Y añade: “Incluso si especificamos un color determinado que todos nuestros oyentes hayan visto innumerables veces, como el rojo de los anuncios de la Coca-Cola (…), seguirán pensando en muchos rojos diferentes. Incluso si todos los oyentes tienen delante de sí centenares de rojos para de ellos entresacar el de la Coca-Cola, de nuevo elegirán colores muy diferentes. Y ninguno podrá estar seguro de haber encontrado el matiz de rojo exacto. E incluso si mostramos el redondel rojo de la Coca-Cola con el nombre en blanco en medio, de modo que todo el mundo fije la vista en el mismo rojo, cada uno recibirá la misma proyección en su retina, pero nadie podrá estar seguro de que todos tengan la misma percepción”.

En definitiva, difícilmente podríamos aceptar la existencia de unas leyes inalterables sobre la percepción del color, basadas únicamente en la fisiología de la visión. Son las condiciones históricas de cada sociedad las que determinan cómo vemos –y cómo nombramos– los colores. Y es durante la etapa escolar cuando se fijan las claves finales que regulan la denominación y la percepción de los colores.

JES JIMÉNEZ
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