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XXV CATA DE MORILES - DEL 21 AL 23 DE OCTUBRE DE 2023

Mostrando entradas con la etiqueta La vida empieza hoy [José Antonio Hernández]. Mostrar todas las entradas
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  • 27.1.23
Es frecuente que, con independencia de los conocimientos que poseamos y sean cuales sean nuestras capacidades mentales, en muchas ocasiones seamos categóricos, dogmáticos y tajantes. A pesar de que nuestras visiones de las realidades son parciales y subjetivas, a veces tendemos a absolutizar nuestras afirmaciones que, en la mayoría de los casos, están apoyadas en experiencias, en ideologías, en convenciones o en hábitos culturales heredados.


Si prestamos atención, es probable que advirtamos que solemos resistirnos a ver con claridad un hecho cuando creemos que nos impedirá alcanzar nuestros objetivos y, entonces, preferimos contemplar el mundo con una lente distorsionada. Algunos incluso creen que el autoengaño es beneficioso para la salud mental porque, según ellos, la visión realista conduce a la depresión mientras que el pensamiento positivo u optimista tiene efectos beneficiosos.

En La mentalidad del explorador (Barcelona, Paidós, 2023), su autora, Julia Galef, especialista en la toma de decisiones, nos explica de manera clara y detallada las conclusiones a las que ella ha llegado tras serios análisis psicológicos, sociológicos y antropológicos, y nos advierte, en primer lugar, que saber razonar no es la panacea y que, de hecho, “lo que más limita el buen criterio no es el conocimiento, sino nuestra actitud ante la vida”.

Distingue, opone y explica mediante metáforas las dos maneras opuestas de enfrentarnos a los problemas: la del “soldado” y la del “explorador”. El primero aplica un “razonamiento motivado”, se apoya en motivaciones inconscientes que influyen en sus comportamientos, racionaliza los errores, evita pensar en los problemas y no digiere bien las críticas.

El segundo, por el contrario, desea ver las cosas como son y no como le gustaría que fueran, reconoce que se equivoca, duda de sus afirmaciones y cambia de ideas. Es “explorador”, efectivamente, quien está dispuesto a cambiar de opinión cuando recibe una nueva información.

Me han resultado especialmente prácticas las abundantes herramientas que nos proporciona para reforzar la mentalidad de explorador como, por ejemplo, las técnicas de introspección que identifican nuestras maneras de razonar de forma tendenciosa.

Estoy de acuerdo en que somos fáciles para engañarnos a nosotros mismos porque racionalizamos nuestros errores, aunque, en ocasiones, los reconozcamos y, a veces, no queramos ver la verdad. La mentalidad de explorador, sin embargo, nos impide engañarnos a nosotros mismos, cuestiona nuestras suposiciones y nos orienta para que revisemos nuestros planes.

Efectivamente, todos somos unas mezclas de exploradores y de soldados y, por eso, todos podemos aprender a mejorar nuestros juicios calibrando nuestros prejuicios. Confieso que esta obra me ha resultado, además de oportuna, sugerente, clarificadora y notablemente práctica.

JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO
  • 20.1.23
Théophile Gautier (1811–1872), en el prólogo de su novela Mademoiselle de Maupin (1834), defiende la concepción del “arte por el arte” e insiste en la importancia de las flores para hacer más fácil y más grato el camino de la vida humana, a la vez que lamenta que los objetos más bellos no se consideren valiosos ni necesarios.


“Nada de lo que resulta hermoso es necesario para la vida. Si se suprimiesen las flores, el mundo no sufriría materialmente. ¿Quién desearía, no obstante, que ya no hubiese flores? Yo renunciaría antes a las patatas que a las rosas, y creo que en el mundo sólo un utilitarista sería capaz de arrancar un parterre de tulipanes para plantar coles”, sostiene.

Estas afirmaciones tienen mucho que ver con el hecho constatado de que, desde la segunda mitad del siglo pasado, se ha seguido devaluando “progresivamente” la estima de las Humanidades. A mi juicio, en el fondo de los razonamientos que los críticos hacen de este declive late un hecho doloroso y real solo en apariencias: las Humanidades no aumentan el Producto Interior Bruto de las sociedades y, por lo tanto, solo proporcionan unos saberes inútiles.

El profesor, filósofo y escritor italiano Nuccio Ondine, en un libro publicado en 2013 y titulado La utilidad de lo inútil, distingue dos tipos de utilidad: la que produce beneficios económicos y la que nos hace mejores como seres humanos.

Útiles son aquellas actividades que nos sirven para algo, pero valiosas son las que nos importan por sí mismas, las que nos gratifican porque nos hacen crecer como seres humanos, las que son importantes –yo creo que imprescindibles– por su bondad, por su belleza o por su verdad. Las ciencias humanas son valiosas y necesarias porque nos sirven para que seamos y nos sentamos mejores, más “amables”, sí, más merecedores de ser amados y, al fin y al cabo, más felices.

La filosofía, la sociología, la psicología, la ética, la antropología, la estética, la arqueología, la geografía, la literatura, la historia y las artes, nos nos estimulan para que seamos más lúcidos, compasivos, benévolos, sencillos, más comprensivos, serviciales y solidarios, nos orientan en las tareas del cultivo humano personal y colectivo para mejorar nuestra capacidad de juicio y el buen gusto, y nos ayudan a alcanzar esa autocomprensión de la humanidad. Está claro que debemos cultivar las patatas, pero a condición de que también reservemos un espacio y un tiempo para sembrar flores.

JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO
  • 13.1.23
Me permito aventurar un pronóstico: los afortunados que tengan la oportunidad de leer La alcoba del viento, un pequeño y sustancioso libro de Ignacio Santos Carrasco, experimentarán, desde el principio, esas reconfortantes sensaciones que advertimos cuando degustamos unos alimentos sabrosos y nutritivos, o esas saludables emociones cuando nos sometemos a los cuidados terapéuticos de un acreditado médico.


Porque, efectivamente, estos enjundiosos poemas, elaborados con los jugos extraídos de las experiencias cotidianas y procesados con extractos alambicados a través de una serena meditación, contienen una notable energía nutritiva y un singular poder curativo.

En La alcoba del viento, Ignacio Santos nos proporciona una muestra de bella y de vivida literatura y, sin caer en la frecuente tentación de jugar frívola y artificiosamente con las palabras, nos estimula para que penetremos en los sentidos hondos de unas voces íntimas que solo las escuchan y las disfrutan quienes poseen una singular sensibilidad estética.

Estas páginas, además de con palabras, están construidas con trozos de experiencias vividas y, por lo tanto, con los reflejos de unas imágenes elaboradas a partir de las sensaciones y de las emociones que el autor ha sentido.

Pero es que, además, como todos sabemos, la vida real se orienta, de manera consciente o inconsciente, por las fantasías, de la misma manera que las aventuras imaginarias beben en las sensaciones, en las emociones y en las ideas que tienen su origen en los episodios de nuestros quehaceres cotidianos. Gracias a estos poemas llegamos a la conclusión de que, mediante la imaginación, no solo profundizamos en los significados de los hechos reales, sino que, además, podemos cambiarlos y recrearlos.

A mi juicio, las claves de la calidad literaria de esta obra son su capacidad para explicar el misterio de la vida humana mediante el uso acertado de la paradoja, de la metáfora y de la sinestesia. Nos muestra, por ejemplo, que vivir la vida consiste es ir muriendo poco a poco, que la palabra es la flor y el fruto del silencio, que la esperanza nace del miedo, que para ganar hay que perder, para amar hay que sufrir, y que, por eso, a veces lloramos de alegría.

Estos versos nos muestran cómo la vida humana, efectivamente, es una paradoja, una pura contradicción –un “tacto intacto”, “viajamos estando quietos”–, nos explican cómo una cosa, un episodio, un ser humano es otra cosa, otro episodio, otra persona.

Gracias a su habilidad sinestésica, Ignacio Santos escucha los colores, ve los sonidos y toca la textura de los sabores. Su mirada original, profunda y extensa nos invita a nosotros –a ti y a mí– para que vivamos fuera de los estrechos márgenes del tiempo presente y lejos de las fronteras de los reducidos espacios locales.

Gracias a su mirada aguda, los espacios y los objetos se transforman en tiempo, y el tiempo –medido, sentido y vivido– se convierte en música y en poesía. La alcoba del viento, un recorrido por una geografía vital y poética, unos trozos de tiempo vivido y, anteriormente, soñado también a nosotros, los lectores, nos hace latir, recordar e imaginar.

JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ
  • 6.1.23
Me costó un infierno dejarte, de Alfonso Pavón Benítez, es una invitación amable para que los personajes alejados en el tiempo y en el espacio convivan con nosotros en el mundo actual y, sobre todo, para que nosotros descubramos y analicemos esas actitudes y esas conductas cuyas raíces están presentes también en nuestros comportamientos de aquí y de ahora. Su manera interesante de contarnos nuestras formas humanas e inhumanas de ser nos descubre lo que, quizás, esté oculto en nuestro interior: en nuestras entrañas y en nuestros espíritus.


En mi opinión, la calidad literaria de este relato reside en que explica con claridad nuestra naturaleza híbrida, en la habilidad con la que narra lo que sentimos en nuestros cuerpos y lo que experimentamos en nuestros espíritus, y en el tino con el que apunta a esa realidad que nos rodea alcanzando el nivel mágico de la alegoría y de la metáfora.

La manera tan “realista” y, en ocasiones, tan “naturalista” en la que Alfonso Pavón Benítez relata esos episodios tan dolorosos nos muestra cómo la literatura no es el reino de los espíritus puros sino que, por el contrario, se sitúa en ese espacio intermedio, en ese universo confuso, en el que se mezclan las luces y las sombras, en esa región confusa en la que pugnan el amor y el odio, la realidad y la fantasía, el recuerdo y el sueño, donde se combinan, a veces de manera turbulenta, las ideas y la sangre, la voluntad consciente y los ciegos impulsos.

El relato, que se extiende durante todo el siglo XX y lo que llevamos del XXI, nos cuenta unos hechos que ponen de manifiesto unos comportamientos dolorosos que, como la pobreza, la emigración, el machismo, aún siguen sin resolverse de manera satisfactoria y, también, la fuerza irresistible del amor y la insondable profundidad de las raíces familiares.

Todos sabemos que la Literatura es ese cauce anchuroso y zigzagueante por el que discurren unas historias que, a pesar de que son ficticias, ajenas y lejanas, despiertan nuestro interés y mantienen nuestra atención porque plantean problemas y ofrecen soluciones a las cuestiones cotidianas que nos preocupan a los lectores: porque descubren y describen los impulsos y los frenos que explican nuestras trayectorias vitales.

¿Por qué el narrador, los personajes y los asuntos de esta novela, tan alejados en el tiempo y tan actuales, por qué sus convicciones, actitudes y comportamientos no nos sorprenden a los lectores de hoy? Porque –me atrevo a afirmar– identifican nuestras maneras ocultas o patentes de desear o de temer, de amar o de odiar, de disfrutar o de sufrir y, además, porque, empleando un lenguaje que es claro, directo, sugerente y estimulante, nos muestra cómo una palabra, un gesto o una actitud poseen capacidad para alimentar toda una vida y, también, para destrozarla.

En mi opinión, las razones profundas del interés que despierta esta novela son los mensajes que lanza sobre la aspiración hacia una felicidad moderada, hacia un bienestar razonable y, también, la identificación de los fundamentos en los que apoyar una sensata esperanza.

Partiendo de la evidencia de que la vida humana es un recorrido zigzagueante, esta obra nos explica cómo cada paso –cada episodio– nos descubre unas encrucijadas, unos cruces de caminos siempre nuevos, porque cada persona posee rasgos que, en ocasiones, son semejantes a las nuestras y, otras veces, son diferentes y opuestas. Y es que la literatura –la buena literatura– nos estimula para que pensemos y repensemos la vida, para que la vivamos y la revivamos de una manera personal y siempre nueva.

JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO
  • 30.12.22
Solemos aceptar que cada uno es el principal actor de su crecimiento humano, pero no siempre reconocemos con la misma claridad que también somos nosotros mismos quienes, a veces, ponemos los mayores obstáculos para seguir mejorando.


En mi opinión, el afán perfeccionista que define a las personas egocéntricas y a las narcisistas constituye un freno y una barrera invencible porque impide caer en la cuenta de que servir para algo y, sobre todo, servir a alguien son las sendas más directas para nuestro crecimiento humano.

La convicción de que los intereses propios son los únicos importantes nos incapacita para interpretar los significados y los valores de las realidades objetivas y nos impide vivir y convivir. Es ahí donde, a mi juicio, se explica cómo cuanto más incompetentes somos, más seguras son nuestras decisiones y más nos sobrevaloramos a nosotros mismos y, por el contrario, cuanto más competentes somos en algunos asuntos, más inseguros nos mostramos.

A veces, incluso, cuanto más ineptos somos, también, mayores dificultades tenemos para reconocer nuestra propia incapacidad. No deberíamos extrañarnos demasiado si tenemos en cuenta que, desde Sócrates, los verdaderamente sabios nos vienen repitiendo que la sabiduría consiste en la progresiva toma de conciencia de su radical ignorancia.

Si prestamos atención descubrimos cómo los más torpes se esfuerzan, frecuentemente de manera compulsiva, en acumular información para así compensar sus desequilibrios y ocultar sus carencias de inteligencia. Están convencidos de que, colmando la despensa de la memoria con datos, con números, con fechas y con nombres, disimulan su ineptitud para digerir y para asimilar los alimentos realmente sustanciosos.

Los conocimientos por sí solos no les aprovechan ni aumentan su tamaño humano, no los hacen más conscientes, ni más críticos; no les descubren sus propios límites, ni el sentido de la realidad ni les revelan sus inmensas ignorancias.

Algunos están convencidos de que, porque se empacharon de lecturas en su adolescencia, ya tienen alimento asegurado en su vejez. El día en el que lleguemos a la conclusión de que ya no nos queda nada por aprender, es porque alguna enfermedad mortal está aniquilando nuestra capacidad mental.

No caemos en la cuenta de que la sobreactuación, la ausencia de autocrítica, el autoengaño, la autosatisfacción y la autocomplacencia constituyen los frenos más potentes para nuestro crecimiento personal. Felicidades, queridas amigas y queridos amigos.

JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO
  • 23.12.22
Si es cierto que, como admiten los educadores y los profesores, las principales pautas de comportamiento las asimilamos fuera de los centros escolares y lejos de las paredes de nuestros hogares, deberíamos preguntarnos por qué vías nos llegan los mensajes más importantes, esos que realmente, aunque no siempre de manera consciente, determinan nuestras formas de pensar, de sentir y de vivir.


El título de la obra a la que he querido referirme hoy, editada por Paidós, nos responde clara y categóricamente: Soberanía visual. Tras una serie de estudios, de análisis, de críticas y de autocríticas de sus experiencias personales, un grupo de mujeres especialistas, coordinadas por María Acaso y por Clara Megías, nos muestran y nos demuestran que las imágenes visuales “construyen unas formas de vida que, sin que seamos conscientes, determinan nuestros estados de ánimo, nuestras expectativas y nuestras renuncias”.

Los propósitos de esta obra son –afirman– hacer consciente el carácter “político” de todos los productos visuales o, en otras palabras, explicar de manera clara la influencia decisiva de las imágenes visuales en nuestras maneras de pensar y de interpretar nuestros comportamientos individuales, familiares y sociales.

Partiendo del supuesto de que las imágenes visuales construyen nuestros modelos interpretativos y valorativos, y de que, de hecho, son los criterios que aplicamos para apreciar y para despreciar las diferentes maneras de vivir, llegan a la conclusión de que “se transforman en axiomas que propician acciones: lo que comemos y lo que no, las partes de nuestro cuerpo que cuidamos y las que no, las personas a las que amamos y a las que no”.

De manera convincente y clara nos muestran cómo las imágenes son “dispositivos de poder, herramientas que generan mecanismos de autoridad” y cómo, en consecuencia, poseen una elevada capacidad de “penetración mental”. Es indispensable, por lo tanto, que adquiramos consciencia del “derecho a decidir nuestro sistema de consumo, a los que prestaremos atención y a cuáles no, con el fin de desarrollar la “autogestión visual” construyendo así nuestro capital visual, ese inventario de las imágenes beneficiosas y ese catálogo de las que nos hacen daño. Con este fin nos orientan para que realicemos análisis físico, simbólico, crítico y de acción: unas destrezas que debemos aprender para que, poco a poco, logremos la “soberanía visual”.

En mi opinión, la explicación del código específico del lenguaje visual es clara y el análisis de las imágenes de las diferentes fases del proceso de creación de las representaciones visuales es profundo. Breve, pero suficiente, es el resumen de la Semiótica visual y, más concretamente, las explicaciones sobre su uso en personajes de películas y de series de animación infantiles.

Oportunas son, sin duda alguna, las detalladas explicaciones de las herramientas que articulan el lenguaje visual y, por supuesto, las propuestas concretas y sencillas de “acciones artísticas como, por ejemplo, las de ordenar el armario por colores, y fotografiarlo para efectuar un análisis en función del número de prendas de un determinado color”.

En las actuales circunstancias es indispensable que, al menos los educadores, adquiramos conciencia de la importancia de la omnipresencia y de la casi omnipotencia de las imágenes visuales, pero estoy convencido de que estas nociones, estos criterios y estas pautas resultarán clarificadoras y prácticas, además, para que los comunicadores y los padres sean conscientes del poder actual de las imágenes y, en general, del lenguaje visual.

Pienso que sí: que este libro demuestra que “la soberanía visual consiste en activar un proceso voluntario, consciente y responsable que nos conduzca a autogestionar las representaciones visuales que consumimos”.

JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO
  • 16.12.22
Tras la detenida lectura de esta obra plural titulada Hannah Arendt y el siglo XX (Barcelona, Paidós 2022) he llegado a la conclusión de que, tanto a los que están familiarizados con las teorías de Hannah Arendt, como a los que solo tienen referencias de sus análisis críticos e, incluso, a los que aún no han oído hablar de su pensamiento político, esta colección de análisis les aportará unas claves valiosas para interpretar y para valorar algunos de los hechos más importantes del siglo XX e, incluso, del actual siglo XXI.


Los trabajos críticos seleccionados por las especialistas –Monika Boll, Dorlis Blume y Rafhael Gross– sobre la vida y la obra de una de las pensadoras más influyentes nos aportan argumentos valiosos para interpretar algunos de los problemas políticos del siglo pasado.

Los análisis sobre “La era de la hegemonía total”, “El antisemitismo”, “La situación de los refugiados”, “El legado de la posguerra”, “El feminismo”, “El juicio de Eichmann”, “El sionismo”, “El sistema político y la segregación racial en Estados Unidos” o “El movimiento estudiantil” nos proporcionan unas claves que, a mi juicio, siguen siendo válidas para valorar correctamente unos conflictos políticos que, en la actualidad, siguen sin resolverse plenamente.

En estos ensayos elaborados desde diferentes perspectivas políticas e históricas –que, en realidad, es el catálogo de una exposición sobre la vida y el pensamiento de una de las filósofas políticas más importantes del siglo XX–, Micha Brumlik, por ejemplo, muestra cómo Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo no solo presenta su particular aproximación a la política desde el campo de la filosofía sino que también expone críticamente la situación de los judíos en la época moderna, y nos descubre las raíces del antisemitismo en el marco del declive de los Estados-nación a mediados del siglo XIX, y en la “Ambivalencia del Nacionalismo judío”, nos explican, por ejemplo, su convencimiento de que algunas familias judías fueron las que, gracias a sus conexiones internacionales, primero financiaron a los fundadores del Estado territorial y, después, sufragaron la expansión colonial, hasta que en la época del imperialismo dejaron de tener importancia.

Reveladoras son, a mi juicio, la influencia de las reuniones celebradas en el domicilio Rahel Levin y, posteriormente, el papel que sus cartas ejercieron en Arendt determinando que se sintiera como “una paria consciente” y, al mismo tiempo, una mujer fuerte.

Shana Shütz explica cómo Hannah Arendt –junto a otros judíos cultivados en Inglaterra, Palestina y Estados Unidos– perseguía el objetivo común de salvar los restos materiales de la cultura judía para que quedaran en mano de su comunidad, y Félix Axter nos ofrece detalles del amplio abanico de ideas que Arendt aborda en la segunda parte de Los orígenes del totalitarismo, titulada “imperialismo” en la que destaca la importancia del racismo colonial y su afán de exterminio.

Ahí explica las “paradojas de los derechos humanos”, y “la teoría política del refugiado” según la cual “en estas poblaciones sometidas a la presión de la convivencia de las tribus negras, la idea judeocristiana de humanidad y del origen común del género humano, perdió por primera vez su ascendiente y se impuso el deseo de exterminar a razas enteras”.

En mi opinión, esta obra, además de estas claves para interpretar y para valorar las teorías de Hannah Arendt, nos proporciona unos principios y unos criterios que nos sirven para identificar la importancia decisiva de las experiencias en la formación de las palabras, esas herramientas que formulan el pensamiento y, en consecuencia, orientan la vida.

JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO
  • 9.12.22
A mi juicio, Busquemos otros montes y otros ríos (De la palabra al silencio), un conjunto de minuciosos y de rigurosos ensayos en los que su autor, Antonio Carreño, analiza textos de autores de diferentes géneros y de distintas épocas, nos proporciona un modelo de crítica literaria cuyo objetivo principal es identificar los principios estéticos, los criterios lingüísticos y las pautas retóricas que realmente inspiran y orientan la creación literaria y, por lo tanto, las referencias que nos orientan para elaborar las interpretaciones y las valoraciones de sus posibles lecturas.


Adelanto mi conclusión de que, sobre todo, para los investigadores, profesores, críticos y alumnos de Historia de la Literatura, de Teoría de la Literatura y de Literatura Comparada, esta obra es especialmente oportuna. La identificación de las relaciones que se establecen entre asuntos, géneros, estilos y recursos empleados en obras pertenecientes a autores de épocas y de lenguas alejadas entre sí, hacen posible la definición de los rasgos que las unen o que las separan, y facilitan el conocimiento de sus afinidades y de sus dependencias.

Ya en la primera parte, titulada “Las metáforas del yo narrativo”, nos proporciona una explicación detallada de la línea que, empezando por las crónicas y las epístolas, se continúa con los romances en pliegos de cordel, los corrales de comedias y los pregones, unos textos que, además de “mantener en vilo la atención del español de los siglos XVI y XVII”, se transmiten mediante la fabulación de los juglares y de los “poetas de repente”, y se extienden por la gran ola de la escritura de epístolas, una tradición arraigada sobre todo en Italia desde la Edad Media.

La aportación de datos que no siempre se han tenido en cuenta como las crónicas enviadas por los emisarios a las colonias, y los “descubrimientos” de paisajes que no habían sido previamente descritos genera una nueva manera de narrar y la adopción de una mentalidad que, posteriormente, provocaría esas metáforas inéditas que adelanta la –llamada por García Márquez– “literatura mágica”.

A mi juicio, los análisis comparativos del Libro de la vida, de Santa Teresa, y El Lazarillo de Tormes, y la refundación del Libro de Job de Fray Luis de León –una versión poética del drama bíblico que también atañe a la andadura biográfica del fraile agustino– nos aporta una nueva manera de leer críticamente los relatos autobiográficos.

Sugerente, sin duda alguna, la contraposición del mundo caballeresco –entramado de justicia, amor y equidad, un ciego ideal de acción y locura– de don Quijote y asimilación de Sancho, que deviene en un simulacro del iletrado que denuncia los “concertados disparates” en busca de la correspondencia en su mundo interior y de su intento fallido de que los gigantes son molinos de viento o la Dulcinea del Toboso, una ruda y vulgar campesina.

De sus análisis comparativos de las obras de Lope de Vega, Cervantes, Shakespeare, Max Aub, Jorge Guillén, Jorge Luis Borges, Octavio Paz, Camilo José Cela o Rosalía de Castro extrae la conclusión de que la creación literaria implica un dinámico proceso de lecturas y de relecturas; de aceptación y de rechazo de lo propio frente a lo ingerido y asimilado como ajeno: “Un obvio problema de identidad que, poéticamente, se afirma a partir de lo diferente pero apoyándose, paradójicamente, en un reconocido canon establecido como norma”.

En mi opinión, además de la luz que proporciona para la relectura de los textos analizado, esta obra nos proporciona una detallada metodología y un abundante caudal de recursos prácticos aplicables a los ejercicios de lectura comparada de la literatura universal.

JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ
  • 2.12.22
Parto del supuesto de que la meditación no es una práctica reservada a los religiosos, a los intelectuales, a los artistas o a los poetas sino una actividad simple que, practicada desde hace miles de años, es importante y, a veces, imprescindible para vivir humanamente.


Es una terapia que beneficia a la mente y al organismo porque alivia el exceso de ocupaciones y de preocupaciones que acumulamos en la actualidad durante todo el día. Es un ejercicio que nos sirve para encontrarnos con nosotros mismos, para identificar, en el fondo de nuestras consciencias, esas vivencias que nos identifican, que definen nuestras peculiares maneras de pensar, de sentir y, por lo tanto, que configura nuestra personal forma de ser.

Aventuro mi conjetura de que la lectura de El silencio es algo vivo. El arte de la meditación (Barcelona, Ariel, 2022), obra de Chanda Livia Candiani, es especialmente oportuna en unos momentos en los que tropezamos con serias dificultades para cultivarlo, para aprovecharlo como fuente de vitalidad, de fantasía y de creatividad, para respirar hondo y para oxigenar nuestro espíritu: para reflexionar sobre nuestros cambios, para meditar pausadamente en el imparable correr de nuestros días y para contemplar, asombrarnos, el espectáculo de la naturaleza; para descifrar los mensajes imponentes del mar, del cielo o de la montaña, o para, simplemente, percibir la voz discreta de un rosa o el imperceptible crecimiento de una brizna de hierba.

La lectura de esta obra –breve, sencilla, clara y, sobre todo, bella– nos descubre cómo la meditación es un ejercicio indispensable para penetrar en nuestro interior con el fin de descubrir los significados de los objetos y los sentidos de nuestros comportamientos.

Estos análisis parten del supuesto de que el silencio es una senda obligada para orientar nuestros pasos en el enmarañado entramado de senderos, a veces tortuosos, de nuestras vidas. Con un lenguaje transparente, Chandra Livia Candiani, poeta y traductora de textos budistas, nos explica cómo la meditación y la poesía nos iluminan para que tomemos conciencia, para que descubramos cómo crecemos escuchando nuestro cuerpo y sintiendo nuestro espíritu.

Estas son las razones de mi valoración positiva de este libro que nos orienta y nos estimula para que callemos y para que nos escuchemos a nosotros mismos, para que llenemos nuestras vidas de vida. La poesía, efectivamente, “es una práctica de vida, no de supervivencia”, es una senda que nos orienta y nos estimula para que habitemos en espacios cada vez más vastos de nosotros mismos y del mundo, y la meditación nos descubre que “el cuerpo es nuestra carne habitada, sentida, percibida con atención, precisión y con profundísima intimidad”.

JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO
  • 25.11.22
Los profesores y los alumnos que se sorprenden cuando escuchan que el objetivo común y último de todos los niveles y de todos los ámbitos de la enseñanza es la lectura, probablemente, no advierten que leer es una destreza compleja en la que intervienen diversos mecanismos y múltiples factores.


Leer palabras no es solo deletrear grafemas sino, también, profundizar en los sucesos, adentrarse en uno mismo y, al mismo tiempo, acercarse a los otros; es escuchar y hablar; es ser otro sin dejar de ser uno mismo.

Adelanto mi pronóstico sobre la favorable acogida que obtendrá Marcel Proust (Barcelona, Paidós, 2022), obra de Roland Barthes que, a mi juicio, es oportuna, sorprendente y valiosa: aventuro mi opinión de que su lectura resultará sugerente y estimulante a los escritores profesionales y a los críticos aficionados, a los profesores y a los alumnos de teoría, de crítica o de historia de la literatura, y tengo la impresión de que, de manera especial, proporcionará ideas novedosas a los que ya conozcan por separado las obras del novelista Marcel Proust o del teórico y crítico Roland Barthes. Quizás la conclusión más importante sea que los dos son, más y antes que escritores, unos lectores cualificados de libros y, sobre todo, de la vida.

Estoy convencido, sin embargo, de que a quienes más aprovechará este libro será a aquellos lectores que sienten la vocación de escribir, pero que, como le ocurrió a Marcel Proust, experimentan durante largo tiempo la impotencia hasta que, finalmente, cuando temen que no dispondrán de tiempo para terminar sus obras, decidan entregarse plenamente a la escritura. La afirmación de Barthes es categórica: “El libro de Marcel Proust es la historia –no de una vida– sino de una escritura”

A los críticos les interesará la precisión con la que Barthes distingue las vidas del autor, del narrador y del personaje, su manera detallada de advertir las coincidencias y las diferencias, y, sobre todo, su crítica del uso que solemos hacer de las biografías.

En contra de los historiadores que afirman que la vida de un autor informa de su obra, Barthes defiende y demuestra que es la obra la que explica la vida: “la vida de Proust nos obliga a invertir este prejuicio: no encontramos la vida de Proust en su obra, sino que encontramos su obra en la vida de Proust”.

A partir de esta constatación Barthes concluye que el mundo no nos ofrece las claves para interpretar las obras literarias, sino que es todo lo contrario: son éstas las que nos abren el mundo para nosotros e, incluso, para identificar algunos sentidos de nuestras vidas porque, por ejemplo, “la verdad de Proust no viene de una copia genial de la `realidad´ sino de una reflexión filosófica sobre las esencias y sobre el arte”.

JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO
  • 18.11.22
Estoy de acuerdo en que, igual que para conducir un automóvil de manera segura son necesarios los espejos retrovisores bien reglados –esas extensiones de nuestros ojos que nos proporcionan una mayor visibilidad de lo que sucede detrás y a los lados del vehículo–, para seguir caminando por los complejos senderos de la vida es imprescindible que tengamos en cuenta las experiencias acumuladas en el depósito de la historia.


Esta afirmación, sin embargo, no debilita la importancia de la necesidad de mantener firme la mirada hacia adelante y a lo lejos, para leer las señales de tráfico que nos orientan hacia nuestro destino y que nos evitan chocar con obstáculos que amenacen nuestra supervivencia.

Por supuesto que me uno a las voces de esos agentes culturales que, entusiastas, claman para que recuperemos, interpretemos, adaptemos y difundamos nuestro valioso y fértil legado histórico, pero a condición de que el recuerdo y el estudio del pasado los convirtamos en oportunidades para analizar el presente y en estímulos para proyectar un futuro mejor.

Las conmemoraciones, además de rescatar trozos de las experiencias históricas, nos deben servir para construir un porvenir más justo, una sociedad más equilibrada y un bienestar mejor compartido. Es cierto que la cultura del olvido nos borra el sentido de nosotros mismos y el significado de nuestras acciones; destruye los fundamentos de nuestra historia y erosiona los cimientos de nuestra propia biografía, pero también es verdad que, para vivir el presente plenamente, hemos de divisar, aunque sea de una manera borrosa e imprecisa, un futuro mejor cimentado en valores humanos.

Los actos conmemorativos no deberían conformarse con ser meros transmisores de información, sino que, también, podrían ser invitaciones para la reflexión sobre la realidad actual y sobre su necesaria transformación, estímulos para la autocrítica del pasado y para la creación del futuro.

Conscientes de que los rápidos avances tecnológicos, científicos, artísticos y culturales alteran todos los aspectos de nuestras vidas y transforman el mundo, es imprescindible que los aniversarios propicien encuentros con diferentes especialistas que nos ayuden a atisbar, al menos, la manera de la que los permanentes e imparables cambios multilaterales afectan a nuestra realidad actual y a nuestros proyectos del futuro.

Parto del supuesto de que la cultura no es un patrimonio de ningún partido, no pertenece en exclusiva a la izquierda ni a la derecha, no son solo competencias de las ciencias o de las letras, sino ámbitos abiertos a la libertad de la creación “crítica”, científica, literaria y artística.

Estoy convencido de que, para conseguir que estas evocaciones del pasado nos ayuden a avanzar, tanto los grupos políticos de una o de otra ideología, como las asociaciones científicas, literarias y artísticas, además de ayudarnos a recordar nuestra historia, deberían pensar en la necesidad de promover una cultura integradora capaz de una transformación individual y de unas reformas sociales más humanas.

JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO
  • 11.11.22
Con la lectura de La Comedia humana. Volumen XVI (Madrid, Hermida Editores) he disfrutado y he aprendido, me ha enganchado, me ha hecho preguntas y me ha sugerido respuestas. A mi juicio, la publicación de este volumen que reúne trece obras de La Comedia humana de Honoré de Balzac (1799–1850), autor reconocido como uno de los grandes narradores universales, es oportuna porque nos demuestra que la narración de los hechos y su descripción de las situaciones concretas encierran unos análisis psicológicos e ilustran unos compromisos morales, políticos y humanitarios que tienen que ver con muchos de los problemas actuales. En resumen, nos muestran cómo la literatura –la buena literatura– es el mejor instrumento para entender la mente humana y para interpretar la cultura que define a una sociedad, sí, a nuestra sociedad de aquí y de ahora.


El denominador común de esta colección de trece relatos de diferentes extensiones y de distintos contenidos es la denuncia de unas contradicciones y de unas injusticias sociales y, también, la profundización psicológica de unos comportamientos que hunden sus raíces en convicciones ideológicas determinadas por situaciones familiares que hoy mantienen una plena vigencia.

Los dibujos de estos personajes guardan una sorprendente analogía con esos otros seres de carne y hueso con los que nosotros convivimos diariamente, y los episodios narrados tienen mucho que ver con los comportamientos que hoy presenciamos en ambientes próximos o en otros lejanos contados por los medios de comunicación.

En sus enunciaciones filosóficas se combinan las críticas sociales con los análisis teóricos sobre las creaciones artísticas y sobre las diferentes capacidades intuitivas del ser humano. A veces, sobre todo en sus interpretaciones estéticas de la música o de la pintura, nos descubren otras facultades mentales que, sin ser creativas en un sentido artístico, nos ponen en contacto con personajes de mundos inmateriales que experimentan unas vivencias análogas a las actuales.

En mi opinión, la lectura de estos relatos nos confirma que la habilidad para “recrear” los modelos de comportamientos humanos es un arte permanente y universal que, nacido en aquellos antiguos relatos universales, orales o escritos, sigue siendo válido en la actualidad para interesarnos, para divertirnos y para transmitirnos diferentes modelos de mundo y distintas concepciones de la vida humana.

Estoy convencido, además, de que estos relatos, que cuentan episodios sorprendentes de una manera tan interesante y tan amena, pueden orientar a quienes estén decididos a crear novelas actuales y originales, pueden ayudar a desarrollar la habilidad de contar “episodios nuevos” y, sobre todo, a narrarlos de forma “nueva”. Ese es, recordemos, el origen etimológico de la palabra “novela”.

JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO
  • 4.11.22
Es ya muy sabido que, en nuestra sociedad actual, la actividad de las redes sociales es indiscutible, es permanente y es relevante. Aunque la empleamos en la enseñanza, en la economía, en el trabajo, en el deporte y en la política, tengo la impresión de que deberíamos controlarla hábilmente para evitar que generen serias consecuencias personales y sociales.


Estas tareas son, en la actualidad, tan vitales y tan extendidas que no podemos concebir la mayoría de las actividades humanas sin tener en cuenta los poderes de las conexiones virtuales. La digitalización de nuestras vidas es ya un hecho tan imprescindible que nos hace dependientes incluso para interactuar con nuestros familiares, amigos y compañeros.

Uno de los aspectos más importantes y, en mi opinión, menos atendidos, son los profundos efectos que el impacto de estos medios causan a nuestra identidad personal y colectiva, a la psicología de cada uno de nosotros y a la cultura de nuestros grupos y pueblos.

De manera rápida están transformando nuestra personalidad, nuestras maneras de pensar, de sentir y de actuar, e influyen en los cambios de nuestras tradiciones populares. Pienso que, debido a la rapidez con la que diluyen los espacios privados y mezclan los ámbitos íntimos, familiares y sociales, al mismo tiempo que nos proporcionan ayudas pueden hacernos más vulnerables.

Es cierto que las conexiones tecnológicas facilitan vivir y formar parte de un mundo más compartido, nos ayudan para que nos comprendamos y para que comprendamos a los otros, pero también hacen posibles los ataques y las agresiones al espacio sagrado de nuestra privacidad.

El uso excesivo e incontrolado de las redes sociales está generando un fenómeno contradictorio que, en mi opinión, puede tener unas consecuencias graves para nuestro equilibrio emocional y para nuestras relaciones familiares y sociales.

Me refiero a esa paradoja tan generalizada de ‘intimidad pública’, a esa facilidad con la que se anulan los espacios, los tiempos y las cuestiones personales y, por lo tanto, “sagradas”, a esas fronteras, a esas puertas y ventanas que nos protegían de quienes pudieran robarnos nuestros tesoros más personales, esos que nos configuran como seres individuales, diferentes y únicos, esos que definen nuestros proyectos vitales y consolidan nuestra identidad y que, justamente, son los que proporcionan a la persona, a la familia y a la sociedad la riqueza de la diversidad y hacen posible la convivencia, la colaboración y la amistad.

JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO
  • 28.10.22
El antropólogo David Graeber y el arqueólogo David Wengrow, tras minuciosos análisis de las aportaciones de diferentes culturas indígenas, nos descubren en El amanecer de todo. Una nueva historia de la humanidad (Barcelona, Editorial Ariel, 2022) unos datos que, articulados con una singular coherencia y explicados con una sorprendente claridad, nos sirven para acercarnos a una nueva interpretación de la historia de la humanidad.


Nos ofrecen una serie de respuestas a preguntas que, quizás, muchos de nosotros, los especialistas en la historia de la humanidad y los que no lo somos, nos hayamos hecho alguna vez como, por ejemplo, por qué el mundo es un desastre o por qué los seres humanos nos tratamos tan mal unos a otros.

En sus propuestas, diferentes a las que se han venido repitiendo desde el siglo XVIII, nos explican y nos demuestran cómo las comunidades prehistóricas eran más cambiantes y menos torpes de lo que todavía piensan algunos antropólogos e historiadores actuales.

Tras descubrir que, por ejemplo, los principios básicos de las tareas agrícolas se conocían mucho antes de su explicación y de su aplicación sistemática, y que se conservaban y se transmitían a través de juegos y de formas de representación teatral, llegaron a la conclusión de que en la historia de la humanidad los rituales han actuado como lugares privilegiados para la experimentación social y como enciclopedias de proyectos sociales.

Es posible que seamos muchos los que, en algún momento, nos hayamos preguntado sobre las razones profundas de tantas guerras, todas ellas fratricidas, de la continua explotación o de la generalizada indiferencia ante el sufrimiento ajeno.

Pero, a mi juicio, la cuestión fundamental que los dos autores analizan es si esa inclinación permanente al desorden, al desgobierno, a la desigualdad y, en resumen, a la maldad, es una propiedad natural de los seres humanos o es la consecuencia fatal de algún comportamiento perverso en cierto momento de nuestra milenaria existencia.

Me resulta especialmente clarificador el análisis comparativo que los autores hacen de las tesis de Rousseau y de Hobbes, y su conclusión de que las dos propuestas son “sencillamente falsas, tienen terribles implicaciones políticas y hacen del pasado algo innecesariamente aburrido” (p. 14).

Es estimulante que los autores comiencen a contar otro relato más esperanzador tras reunir abundantes pruebas proporcionadas, sobre todo, por la arqueología, por la antropología y por diferentes modelos del desarrollo de las sociedades humanas a lo largo, aproximadamente, de 30.000 años. Sus propuestas –afirman– desmienten la narración tradicional, tras llegar a la conclusión de que la “gran imagen de la historia no tiene nada que ver con los hechos”.

Frente a la interpretación mantenida desde la Ilustración, Graeber y Wengrow proponen que “los avances más importantes desde las sociedades neolíticas, más que a un genio masculino, se basaban en un cuerpo de conocimientos colectivos acumulados, a lo largo de los siglos, sobre todo por mujeres, en una infinita serie de descubrimientos en apariencias humildes, pero, en realidad, enormemente importantes. Muchos de estos descubrimientos neolíticos tuvieron el efecto acumulativo de dar forma a la vida cotidiana de un modo tan profundo como lo hicieron el telar a vapor o la bombilla eléctrica” (p. 661).

JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO
  • 21.10.22
Junto a las estadísticas sobre las dispares –y a veces disparatadas– subidas de los sueldos de los políticos, deberíamos colocar de vez en cuando las pagas medias de los españoles y, sobre todo, las de algunos profesionales tan cualificados como son los médicos y el personal sanitario.


Acabo de leer en varios periódicos las cantidades que cobran los facultativos, tanto de la asistencia privada como de la pública, y no acabo de creerme que, por esas cantidades, se vean obligados a los esfuerzos permanentes que suponen tantas horas del día y de la noche entregados a unas tareas tan delicadas, a tensiones personales, a sacrificios familiares, a riesgos profesionales y, a veces, a las incomprensiones sociales que sus delicadas actividades comportan.

A mi juicio, sería saludable que, en el balance económico global de sus tareas –como en las de otras profesiones similares–, incluyéramos el gasto de tiempo, el consumo de energías físicas, los riesgos de contagios, la perturbación de la tranquilidad, el desequilibrio de la vida familiar, el sacrificio del descanso, la supresión de la lectura sosegada de los libros de sus respectivas especialidades, la dificultad para el disfrute de otros bienes culturales o, simplemente, la posibilidad de pasear por un parque o de dormir una prolongada siesta reparadora.

Podríamos añadir más datos que definen la riqueza alternativa que muchos de ellos se pierden y que, a mi juicio, es superior al patrimonio que medimos exclusivamente con los criterios convencionales de la economía.

No es, ni mucho menos, que, influido por la poderosa publicidad, considere que el dinero es la medida del bienestar; no es que llegue a la conclusión de que el nivel de prosperidad es el que marca el termómetro que evalúa los sueldos, pero he llegado a la conclusión de que los administradores de esta empresa que es nuestro país –también llamado “nación”– deberían compensar un poco mejor a los encargados de proteger, de cuidar y de recuperar nuestra salud y, por lo tanto, de alargar nuestras vidas.

JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO
  • 14.10.22
Lo menos que podemos exigir en la sociedad actual, en la que tanto alardeamos de “lo políticamente correcto”, es que respetemos los valores de las “cosas sagradas” en el sentido en el que lo utiliza Durkheim y que encontramos de muchas formas en la vida cotidiana. Tengamos en cuenta que lo “sagrado” no se limita al ámbito religioso, sino que aparece también, y de manera permanente, en el mundo secular de todos los tiempos.


Sagrados son esas series de valores en los que, solidariamente, nos sentimos vitalmente adheridos y, por lo tanto, identificados: son partes vitales de nuestra existencia humana personal, familiar y colectiva. Sagrados son los rasgos que constituyen y fortalecen nuestra identidad personal y social; sagrados son los caracteres que nos hacen ser nosotros mismos y que, por lo tanto, deben ser reconocidos y respetados. Sagrados son nuestro origen y nuestra historia común que, como es obvio, no dependen de nosotros, pero que generan unos vínculos y unos compromisos de respeto y colaboración mutua.

Esta reflexión tan elemental se me ha ocurrido al tener noticias de la polvareda agresiva que ha levantado la confesión verdadera o falsa –es lo mismo– de un personaje que se declaraba “gay”. En mi opinión, los que han reaccionado con rabia o con humor –“mal humor”– contra la condición social, familiar o personal de ese hipotético ciudadano han mostrado exclusivamente su incontenible y canallesca agresividad y sus maneras ilusorias de sentirse fuertes para abusar de los seres que ellos erróneamente consideran débiles o inferiores.

Mofarse de los homosexuales, de las mujeres o de los negros, por ejemplo, con la intención de ridiculizarlos, humillarlos, escarnecerlos o menospreciarlos, es intentar desposeerlos de su dignidad, el bien más valioso y más sagrado que poseemos los seres humanos. Esas agresiones, por muy “graciosas” que a algunos puedan parecerles, son simplemente la demostración de la propia indignidad.

JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO
  • 7.10.22
Estoy convencido de que los que se decidan a leer Naturaleza sagrada (Barcelona, Planeta, Crítica, 2022), una importante obra de la ensayista británica Karen Armstrong, Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales en 2017, se sentirán sorprendidos, agradecidos y, sobre todo, esperanzados por la novedad y por la oportunidad de los valientes análisis que hace sobre la gravedad de los peligros con que todos estamos amenazados y por la originalidad de sus propuestas para que adquiramos conciencia de nuestra responsabilidad.


Gracias a las reiteradas informaciones científicas que recibimos por los diferentes canales de comunicación, todos conocemos las consecuencias graves que, para la naturaleza y para nosotros –los seres humanos–, se derivan del crecimiento de las emisiones de partículas, de la elevación de los niveles de contaminación y del aumento de los agujeros en la capa de ozono.

Hoy todos somos conscientes de que asistimos a unos cambios cada vez más rápidos y de que las temperaturas del globo y el nivel de los mares siguen subiendo a un ritmo alarmante. Y todos sabemos, además, que el cambio climático ha dejado de ser una inquietante posibilidad para convertirse en una realidad terrible como consecuencia de nuestra irresponsable actividad humana. Pero también es cierto que “no percibimos que estamos engarzados con nuestro entorno natural y que la enfermedad de la naturaleza determina nuestras dolencias humanas”. ¿Por qué?

La respuesta de Karen Armstrong es clara y categórica: “Aunque resulte esencial reducir las emisiones de carbono y prestar atención a las advertencias de los científicos, lo cierto es que no solo tenemos que aprender a actuar de otro modo, sino que también es imprescindible que concibamos de distinta manera el mundo natural”.

Debemos recuperar el sentimiento de veneración que siempre nos ha inspirado la naturaleza y que, durante miles de años, hemos cultivado con mimo los seres humanos. Sin esta “conciencia”, nuestra preocupación por el entorno natural será, simplemente, una mera emoción superficial.

Es cierto que cada vez nos estamos distanciando “progresivamente” de la naturaleza, pero, como la autora afirma, no es suficiente con que nos acerquemos físicamente, sino que, además, debemos modificar la totalidad de nuestro sistema de valoraciones y de creencias.

Si hemos saqueado la naturaleza tratándola como un recurso, es porque “en los últimos quinientos años hemos cultivado una cosmovisión muy distinta a la de nuestros antepasados”. No se trata de creer o no en una doctrina religiosa, sino de incorporar a nuestras vidas una serie de percepciones y de prácticas que, transformando nuestras mentes y nuestros corazones, cambien nuestro trato a la naturaleza.

Estoy de acuerdo en que es urgente que, para volver a vincularnos con aquellos lazos emocionales con los que convivíamos en y con la naturaleza, deberíamos aprender de esas culturas que, como la india o la china, concebían la naturaleza como una fuerza “sagrada”, como una realidad que es digna de ser respetada, amada y reverenciada.

Podríamos empezar acercándonos poco a poco para observarla atentamente, para escuchar los sonidos de los vientos, los movimientos de las nubes, la fluidez de los arroyos y para, como dice ella, “percibir la vida corriente que fluye en todas las cosas y las trenza en una armoniosa unidad”.

JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO
  • 5.10.22
Tras recibir la noticia del fallecimiento del periodista Jesús Quintero varios amigos me acaban de preguntar cuál es la clave de éxito que, tanto en la radio como en la televisión, él alcanzó. De manera rápida les acabo de responder que, a mi juicio, su eficacia comunicativa residía, al menos, en su habilidad para estar pendientes de los interlocutores, en concederles el protagonismo y, en dejarlos hablar.


Gracias a sus oportunas y a veces largas pausas, permitía que sus preguntas fueran parecidas a las que muchos de los oyentes les hubiéramos hecho. Sus entrevistas nos servían para acercarnos y para alejarnos de la vida de los otros, para penetrar en nuestro interior e, incluso, para contemplarnos desde fuera.

Nos hacían pensar y reflexionar, sentir y emocionarnos, disfrutar y sufrir, llorar y reír, y, en cierta medida, nos ayudaban para que humanizáramos nuestras relaciones, aunque a veces la usáramos para deshumanizar a la sociedad. En mi opinión, poseía una singular habilidad para elegir a unos interlocutores que, parecidos o diferentes a nosotros, expresaran nuestras recónditas aspiraciones.

En resumen, ha muerto un gran profesional que tuvo la capacidad para hacer visibles esas personas que piensan, hablan y, sobre todo, sienten como muchos de nosotros. Que descanse en paz.

JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO
  • 30.9.22
La soledad y el silencio a veces nos resultan molestos porque, simplemente, nos da miedo vernos por dentro a nosotros mismos. El mundo de hoy nos ha hecho más activos que contemplativos y hemos emprendido tal carrerilla hacia fuera que nos resulta difícil frenar para advertir que, por ejemplo, estamos envejeciendo.


En la actualidad, la mayoría de nosotros, a no ser que nos veamos sorprendidos por una enfermedad mortal o por un accidente trágico, nos encaminamos con relativa rapidez hacia una dilatada ancianidad. A mi juicio, debería ser normal que nos preguntáramos cómo estamos viviendo o cómo viviremos ese último recorrido que, si lo preparamos con habilidad, con esmero y con sabiduría, nos ofrece la oportunidad para que nos planteemos de manera razonable las cuestiones fundamentales de la vida humana como, por ejemplo, si deseamos vivir mucho tiempo o vivir de una manera razonable, intensa, generosa y provechosa.

Me permito invitarles a que intenten concebir la propia ancianidad y que cada uno ensaye sus fórmulas personales para vivirla de la manera más grata posible. En la actualidad, la vida de la mayoría de nosotros ha dejado de ser tan breve como el trayecto de un vehículo que pasa rápidamente. La esperanza de vida ha aumentado considerablemente, el recorrido es bastante más largo y, durante el mismo, podemos detenernos, bajarnos y volver a subirnos en cada una de sus diferentes paradas.

Ese último recorrido que, ya desde ahora, y si todos lo preparamos con habilidad, con esmero y con sabiduría, puede ser el tiempo adecuado para recuperar unas experiencias que, quizás, se nos hayan escapado, para aprender y para emprender los caminos para abrir puertas a lo desconocido, para escribir páginas aún en blanco, para extraer enseñanzas incluso de las dolencias y de las limitaciones físicas y, en resumen, para vivir y para celebrar lo que nos queda de vida.

JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO
  • 23.9.22
A los lectores a los que les agrada y les interesa plantearse las cuestiones relacionadas con el bienestar y con el bienhacer, es posible que Estoicismo. De la Estoa a Marco Aurelio (Madrid, Hermida Editores), que reúne las reflexiones de los pensadores estoicos Epicteto, Séneca y Marco Aurelio, les resulte oportuna, interesante y práctica.


Me atrevo a adelantar que, incluso, es probable que algunos se sorprendan por la sencillez, por la claridad y por la profundidad con la que plantean unos problemas que hoy nos siguen inquietando como, por ejemplo, nuestra radical interdependencia, las hondas raíces de nuestros deseos, las influencias inevitables de las opiniones ajenas o los agudos sufrimientos que nos generan las pérdidas.

En mi opinión, resulta especialmente acertado reunir las reflexiones de un emperador, de un cortesano y de un esclavo romanos sobre unas ideas que surgieron en Grecia en unos momentos de desconcierto, en una situación histórica que guarda cierta analogía con nuestros problemas actuales.

Las explicaciones de Epicteto en su Manual de vida sobre, por ejemplo, las dependencias, los deseos, las opiniones, la espera o la enfermedad son totalmente actuales. Lo mismo ocurre con las Meditaciones de Marco Aurelio sobre el hábito de procrastinar los asuntos importantes, sobre la brevedad de la vida o sobre la administración del tiempo.

Las “Consolaciones” con las que Séneca trata de aliviar los pesares, de “arrancar el dolor” de Marcia o de explicar a Lucilio cómo es posible que ocurran tantas desgracias en un mundo gobernado por una providencia son especialmente oportunas en estos momentos.

Si, simplificando y exagerando, podemos afirmar que la última meta de los pensamientos filosóficos, de las investigaciones científicas y de los trabajos técnicos es lograr el bienestar personal y colectivo, y, si ese es el fondo de todas nuestras aspiraciones y de todas nuestras tareas, es razonable llegar a la conclusión de que estas reflexiones constituyen una invitación para que los investigadores de las distintas disciplinas científicas y técnicas, los profesores de las diferentes ciencias humanas y los lectores preocupados por los problemas sociales y políticos actuales lean estas reflexiones que profundizan en nuestras cuestiones “vitales”.

Es posible que la lectura o la relectura de estas obras clásicas nos ayuden descubrir unas fórmulas renovadas para tratar unos asuntos que ya habían preocupado y ocupado a unos pensadores que sembraron las semillas del frondoso bosque de nuestra cultura occidental.

Esta obra constituye una oportuna invitación para que los profesionales de los diferentes territorios del pensamiento actual, los críticos periodísticos y los creadores de opinión dirijan sus miradas hacia esos maestros que siguen iluminando las cuestiones que nos preocupan hoy a los ciudadanos.

JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO

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