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La anécdota religiosa

La proliferación de procesiones profanas –un hecho que en absoluto es ajeno a la Diócesis de Córdoba- ha hecho saltar las alarmas en la vecina provincia de Sevilla. El Arzobispado se pronunció hace unos días para frenar el apoyo que puedan prestar las comunidades parroquiales a asociaciones culturales que llevan a la calle sus comitivas, sus imágenes y sus atributos sacros sin pertenecer, strictu sensu, a la Iglesia.

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Como mucha gente sabe, la capital hispalense es una ciudad dada a las tradiciones y, las más significativas, están íntimamente ligadas al culto a Dios. Desde el Concilio de Trento, la Iglesia trató de hacer llegar la Palabra de Dios a una feligresía en su mayoría sin alfabetizar y, para ello, se valió de la representación artística en todas sus formas.

De esta forma, con majestuosidad, pompa y boato, se promovieron manifestaciones públicas de la fe cristiana, así como la reproducción de los pasajes bíblicos por medio de la escultura, la pintura, el teatro o la música. También se impulsó la devoción a la Virgen María como Madre de Dios y a los santos como modelos de vida para acercarse al Santísimo.

La religión es motivo de singular gozo para quienes la profesan. Sin embargo, la profundidad del mensaje de Jesús se disipa en no pocas ocasiones por la anécdota de unas imágenes, de excesivas u ostentosas solemnidades, o de una tradición arraigada.

Desde antiguo, la autoridad eclesial ha sido consciente de la difícil pero necesaria labor de equilibrar la función evangelizadora con la existencia de las representaciones y las manifestaciones populares que pretenden acercar la religión a los fieles.

Como en el conjunto del Estado español, el calendario gregoriano se postra ante el santoral que marca las festividades litúrgicas, las romerías y las peregrinaciones, las fiestas mayores o las procesiones ordinarias y de carácter extraordinario.

Y, sin duda, Sevilla es reconocida por este patrimonio cultural –material e inmaterial- que configura la óptica y la identidad de amplias capas de la sociedad sevillana. La magna celebración de su Semana Santa, en la que convergen silencio y bullicio, unida a la solemnidad del Corpus Christi o a la noción mariana de la ciudad son pruebas inequívocas de esta particularidad.

Las Sagradas Escrituras, el Derecho Eclesiástico y las normas diocesanas para hermandades y cofradías –actualizadas en diciembre de 1997- regulan la vida de las hermandades y cofradías. El temor del prelado, Juan José Asenjo –anterior obispo de Córdoba-, es la emergencia de corporaciones y representaciones vacías. Sin fondo. Llenas de significantes pero carentes de significado.

La Archidiócesis hispalense rehúye de corporaciones con atributos sacros –imágenes, enseres, solemnidad en sus actos, cuadrillas de costaleros y bandas de música- y toda una comunidad de personas en torno a ellas –aparte del consabido poder en el seno de la sociedad- pero sin la función evangelizadora con la que estas asociaciones públicas de fieles fueron concebidas por la Iglesia.

Es motivo de preocupación en la jerarquía eclesiástica la falta de correspondencia entre la doctrina de la Iglesia católica y las formas de culto que adopta la feligresía. Y cabe preguntarse, por tanto, si puede una persona ajena a los valores cristianos y a la doctrina de la Iglesia Católica constituir una Hermandad. Sería una incoherencia que, sin embargo, por omisión o desconocimiento, se practica con asiduidad.

Las normas diocesanas definen a las hermandades como “asociaciones públicas de fieles mediante las cuales se promueve el culto público a los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, al Santísimo Sacramento de la Eucaristía, a la Santísima Virgen y a los Santos”.

En este marco, cobra sentido la "asociación pública de fieles" como un brazo de la Iglesia para promover el culto. Y ese culto no es hacia una imagen, sino hacia los valores que la iconografía representa. Es decir, la imagen no es más que un instrumento para llegar a un fondo.

La circular que hace unos días envió el Arzobispado de Sevilla a las comunidades parroquiales para frenar el apoyo que éstas pudieran brindar a asociaciones culturales ajenas a la Iglesia supone un reconocimiento del "desvío de la representación".

Las procesiones profanas llevan la anécdota a máximos, como la adoración de los israelitas al becerro de oro que relata el pasaje bíblico. Son la representación perfecta de la nada cuando en lugar de ser modelos de superación de vida cristiana, sirven de ejemplo de ostentación artística o social sobre otros colectivos.

“No puede reducirse al culto externo de una imagen, ni a la organización de procesiones, actos estos de piedad que no requieren la existencia o creación de una Hermandad y Cofradía”, sostienen las normas vigentes en la Archidiócesis hispalense.

Por tanto, los fanáticos tienen su límite en la propia norma diocesana que, además, marca las "reglas del juego": en un contexto de crisis como el actual, cualquier manifestación pública de fe debería acompañarse del trabajo cotidiano que se espera de cualquier asociación pública de fieles que tiene las Sagradas Escrituras por estandarte. La proclamación del Año de la Fe por el Papa Benedicto XVI puede abrir una vía a la reconciliación entre discurso y representación.

JUAN C. ROMERO