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Filibusterismo

Pensaba no hacerlo, pero lo voy a hacer. No quiero que esta columna, que se ha ocupado de cosas tan diversas, no recoja al menos un comentario referido a la histórica abdicación del Rey Juan Carlos. Y no pensaba hacerlo porque sabía del bombardeo informativo que sobre este tema iba a llevarse a cabo y de la calidad de las plumas que de él se han ocupado, en muchos de los casos mucho más formadas que la mía a la hora de hacer un juicio histórico o político-social de los acontecimientos que se han producido.

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Nací en una dictadura y a los 27 años descubrí, con nuestra Constitución, la democracia. Una democracia que desde sus inicios pactó, como forma de Estado, una monarquía parlamentaria, que otorgaba todo el poder de decisión al pueblo, a través de sus representantes en las distintas instituciones, dejando para la Corona un papel de representación del Estado con muy limitados poderes.

Nunca me he considerado monárquico, pero tampoco nunca jamás me consideré republicano. Sin embargo, a medida que avanzaba nuestra democracia y se iba produciendo la estabilización de la misma, fui asumiendo como un hecho natural, respetado por nuestros principales partidos, la existencia al frente del Estado de un rey que cumplía con sus funciones mientras nuestras fuerzas políticas se dedicaban a gobernar –con mayor o menor acierto–.

Por ello que cuando tras 36 años de monarquía parlamentaria vuelvo la cabeza hacia atrás y valoro lo realizado y la paz social conseguida, gracias, fundamentalmente, al papel de nuestros partidos y de la sociedad en general, no encuentro motivos de fondo que justifiquen el debate oportunista ahora abierto sobre monarquía-república, estando cada vez más convencido de que se trata de una simple estrategia estética que busca, con ella, reforzar el protagonismo de un nuevo modelo de izquierda en España, ya desarrollado en otras latitudes y emparentado muy directamente con las formas autoritarias de gobierno.

Quienes pretenden reducir la decisión de mantener la monarquía o caer en manos de la república a un simple referéndum, se olvidan o, mejor dicho, no quieren ver, que la soberanía del pueblo reside en sus instituciones y, hoy por hoy, son ellas las poseedoras de un mandato constitucional, refrendado en noviembre del 2011, que establece nuestro sistema de Estado como actualmente lo conocemos.

Se ha argumentado que el mapa político español ha cambiado radicalmente con las últimas elecciones europeas. Argumento absolutamente falaz. Ni el marco era el mismo, ni la percepción del valor de Europa o España es la misma por parte del elector, ni tan siquiera la ley electoral se aplica de igual forma, motivo por el que gran parte de esta nueva izquierda carecería de relevancia parlamentaria como para tan siquiera afrontar con cierta lógica la propuesta que ahora hace en las calles.

Es por ello que frente a esta corriente rupturista se debe mantener la tranquilidad, no abriendo los debates estériles que unos pocos, muy pocos, pretenden y alimentan, manteniéndonos en la senda constitucional que tantos beneficios nos ha dado.

Saben que con el actual reparto de fuerzas políticas existente en España es imposible que prospere un cambio de forma de Estado, por lo que intentan, con la agitación social, que se produzcan las condiciones para el enfrentamiento a la búsqueda de imponer el que dicen defender.

Se ha magnificado y se sigue haciendo –Luis María Ansón caía el otro día en ello– la figura de quien hace de la utopía la mejor vía para manipular la voluntad del pueblo, en unos momentos en los que el propio pueblo sufre las condiciones de la recesión económica y muestra una mayor debilidad ante el filibusterismo de algunos.

ENRIQUE BELLIDO