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En nombre de Dios

La historia de nuestro planeta está marcada por la barbarie que en nombre de Dios ha cometido el ser humano a lo largo de los siglos. Algo tan etéreo y tan imposible de definir, como es la existencia de Dios –la prueba es que sólo con la fe se sostiene–, ha generado tal tipo de disputas, de enfrentamientos armados, de muertes de personas inocentes, que se hace muy difícil –al menos a mí me sucede– creer en ese ser todopoderoso que unos y otros esperan que nos reciba en uno u otro paraíso, permitiéndonos con ello alcanzar uno de los mayores anhelos de la humanidad: la vida eterna.

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Les comento esto porque viendo las imágenes que en muy diferentes países está provocando el islamismo radical –la Yihad islámica– en nombre de su Dios, uno piensa que las religiones más que a establecer un sentido ético de la vida y a fomentar una organización más racional y solidaria del ser humano en sociedad, han ido viendo la luz con el único fin de propiciar sistemas hegemónicos con los que generar parcelas de poder a través de las cuales conseguir el dominio del hombre.

Al margen de las religiones orientales –budismo, hinduismo, jainismo, confucianismo, taoísmo, shintoismo– y la multitud de prácticas religiosas que puedan reconocerse en países africanos y otros selváticos de América del Sur, son cristianismo, islamismo y judaísmo las que han logrado una mayor difusión.

Sin embargo, de todas ellas, sin excepción, se han ido conformando, a lo largo de la historia, multitud de ramas o iglesias que han venido a certificar la presencia del hombre en el diseño último de todas y cada una de las religiones, dando lugar a la evidente imperfección de las mismas y las muy diferentes maneras de entender el mensaje primigenio de quienes, se dice, fueron sus fundadores.

En el caso del cristianismo tenemos a la Iglesia católica, también escindida en confesiones minoritarias: la protestante, la anglicana, la ortodoxa, las coptas, evangélica, bautista, adventista y así hasta un largo etcétera.

En el Islam ha sucedido algo similar. Encontramos, con diferentes ramas dentro de ellas mismas, el sunismo, chiísmo, sariyísmo, sufismo, reformistas, heterodoxos y algunas fes relacionadas como el babismo, bahaísmo, sijísmo, nuwaubianismo, etcétera.

Y lo mismo ha sucedido con el judaísmo. Así, se han ido desgajando el judaísmo ortodoxo, el ortodoxo moderno, el mesiánico, el conservador, el judaísmo jasídico, el reconstruccionista, el reformista... Un maremágnum de organizaciones religiosas que, en muchos casos, no han llevado sino a la confrontación, buscando la hegemonía, y al radicalismo destructivo en aras de no sé qué Dios.

La Iglesia católica pasó de perseguida a persecutora en época de las Cruzadas y de la Santa Inquisición. El judaísmo ha basado en el materialismo su mejor mecanismo de defensa, en continua confrontación con otras culturas y creencias.

Y qué decir del Islam, abocado a una destructora guerra santa y que en nuestros días muestra su imagen más cruel a través de los diferentes movimientos radicales, con presencia en todas las latitudes del planeta, que vienen sembrando el terror.

Me he declarado cristiano-agnóstico porque carezco de fe para creer en Dios ni de argumentos para su rechazo y, unido a ello, comparto los fundamentales postulados sociales del cristianismo a la búsqueda de una sociedad más justa y solidaria.

No puedo, por el contrario, compartir aquello que en nombre de Dios se viene haciendo –lo justifican algunos yihadistas diciendo que los pueblos a los que desangran adoran al demonio, curiosa figura, ésta–, cuando ni en la Edad Media ni en el siglo XXI importó ni importa para nada ese Dios que todo lo puede, sino el fanatismo religioso y el afán por dominar el mundo que el hombre, movido siempre por astutos líderes, ha mostrado a lo largo de toda la Historia.

Y dudo, como dudo del propio hombre, que el ecumenismo o el diálogo interreligioso alcancen un punto de encuentro lo suficientemente sólido como para impedir que las religiones sigan convirtiéndose en focos de tensión en lugar de aquello que deberían ser, cauces para el fortalecimiento ético del ser humano y la racional y justa organización de su vida en sociedad.

ENRIQUE BELLIDO