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Gonzalo Pérez Ponferrada | La pajillera de Leganés

Edgar Antonio Díaz vive en el barrio madrileño de Leganés y todos los días se levanta a las seis de la mañana para coger el metro. Trabaja de friegaplatos en una céntrica cafetería de la Gran Vía hasta las cinco de la tarde. A eso de las siete llega a su casa y coge los libros para ir a la academia donde se prepara para presentarse a los exámenes de ingreso en la universidad. Quiere estudiar Ingeniería.



Son las seis y cuarto de la mañana y Edgar Antonio ya está en la estación para coger el metro que lo llevará nuevamente a la cafetería. El andén a esas horas está a rebosar de gente como él. Sudamericanos y africanos que se desplazan hacia el centro para emplearse en los peores trabajos de la ciudad. En la venta ambulante, de chicos de los recados o de ayudantes de cocina como Edgar Antonio.

El tren está a punto de llegar. Dentro de tres minutos tiene anunciada su partida. Medio adormecido recuerda que el día anterior consiguió completar 643 veces el lavavajillas industrial de la cafetería con un total de 38.580 vasos y platos lavados. Es una labor mecánica y fácil de llevar. Puede trabajar y pensar en otras cosas.

Al principio se sentía muy desgraciado porque su mente solo estaba ocupada con la obsesión de contar los vasos y los platos. No pensaba en nada más. Solo enumeraba y contaba hasta el atardecer. Se sentía un robot sudamericano. Con el tiempo pudo controlar esa manía suya, y viajó con su imaginación por donde quiso.

Acaba de pasar por su lado la misma chica con la que se cruza cada mañana. Es española, de tez muy blanca, de pelo negro como el azabache y dedos frágiles. Por su porte con la ropa y las joyas, y su manera de andar, se nota que pertenece a una acaudalada familia madrileña

Es uno de los momentos más excitantes del día. Es más alta que él. Medirá alrededor de 1,73 centímetros. Él se quedó en el 1,60. Es más bajito, y por eso parecería que ni siquiera percibe su presencia, a no ser por lo que ocurre cuando entran en el metro.

Su cuerpo es muy esbelto. Edgar Antonio cree que practica la natación. No lo sabe porque ella nunca le ha dirigido la palabra. La señorita ha aparecido con una cortísima minifalda que descubre unas piernas largas y hermosas. Sus pechos también hoy están alegremente sueltos y liberados del sujetador.

Ella no tiene nombre. Se acerca hacia donde está él. Lleva unos cascos puestos que la incomunican del ruido exterior. Llega el tren y la multitud llena los vagones en segundos. Son tantos que el espacio entre personas no existe, y los pisotones y apretones son normales a esa hora tan temprana del día.

Acaban muy juntos cuando todo el mundo entra a trompicones en el vagón. Están tan cerca que prácticamente sus ojos llegarían a la altura de los suyos, sino fuera porque es más alta y no lo ve. Más bien, no lo mira.

Ella coge su abrigo y lo coloca entre los dos. Cubriendo la parte baja. Ocultando cualquier movimiento de cadera para abajo. Acto seguido abre lentamente su bragueta y le mete la mano mañanera y fría en la huevera, le saca el pene y comienza a acariciarlo.

El miembro tarda solo unos segundos en crecer. Al mismo tiempo su mano va ganando calor y parece más calida. El abrigo que se encuentra tapándolo todo entre los dos impide que ningún viajero se perciba de lo que está pasando realmente. Ella se la menea maquinalmente con la lentitud apropiada para que nadie se entere. La multitud y la postura en la esquina del vagón donde están apostados asegura el episodio con toda su clandestinidad.

El último acto acaba antes de llegar a la siguiente estación. Incluso se encarga de abrocharle la bragueta para no crear ningún movimiento sospechoso que los viajeros que están alrededor puedan percibir. Antes de que las puertas del vagón se abran ella ya está saliendo y perdiéndose entre la multitud. Y él ha ocultado su placer con una mueca de desolación.

Edgar Antonio sigue su camino hasta la estación de Sol que le coge más cerca para llegar a su cafetería. Edgar Antonio quiere rozar sus manos y sus labios carnosos. Hace ya tres meses que esa mujer le hace eso… Lo abordó por primera vez de la misma manera. Y él se comportó de la misma forma. Quedándose inmóvil, petrificado de placer. Con una postura pasiva y rígida.

Desde el primer encuentro sus únicos pensamientos se han centrado en ella. La añora en el trabajo y en la academia donde se prepara para ingeniero. Fantasea con sus labios, sus piernas, y con sus manos. Las mismas manos que consiguen hacerle feliz en unos segundos cada mañana. Por eso, ha decidido que el próximo día le preguntará su nombre.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA