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Ignorancia

A pocos importó que Juan López Lledio se cortara las venas un diecinueve de julio a las tres de la mañana. Nadie puede decir mucho sobre él. Todo lo que hay en los archivos roza más la fantasía que los hechos. “Escribe unas líneas”, me dijeron. Qué fácil se ve todo desde fuera.

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Siempre miraba al patio. La ventana de enfrente tenía echada aquella horrible persiana verde. Le gustaban los diferentes murmullos procedentes de la calle, llenaban de vida su habitación. No salía mucho. Lo suficiente, según él, para darse cuenta de si ese día merecía la pena el esfuerzo de haber salido de la cama.

Me gustaría poder escribir sobre sus costumbres, pero estaría mintiendo. El párrafo anterior se lo debo a su enfermera, Doña Elena Fernández, quien estuvo con el señor Lledio hasta sus últimos momentos. Lo único que he sacado en claro es que le encantaba el mar.

No podría explicar lo que le pasaba por la cabeza cada vez que lo miraba. La arena movida de un lado a otro por el levante, el olor a tierra mojada. Solo se sentaba y miraba aquel inmenso confidente de agua durante horas.

Se sentía dichoso en aquel momento de silencio. Si miraba al horizonte veía la belleza que sólo es capaz de ofrecer la naturaleza a aquellos que saben observar. Volvía a la infancia; a correr en la calle, cuando el máximo peligro era rasparse un poco las rodillas. Volvía a los partidillos de fútbol que duraban toda la tarde; a los "¿quieres ser mi novia?" junto a los columpios en el recreo. Volvía a cuando todo era más sencillo.

Según sus colegas de Facultad, no podemos decir que fuera el alma de las fiestas, pero siempre se le echaba en falta si se perdía alguna. Pasaba de ir a las clases: hacían perder el tiempo. Aun así logró concluir la carrera como el primero de su graduación. Curiosamente, jamás llegó a ejercer como abogado, al contrario que su padre y abuelo.

He de reconocer que le echó un par cuando abrió su propio negocio en el extranjero. Se arruinó un año más tarde, pero al menos lo intentó. Una persona poco amiga de razonar, pero valiente. Creo que si hubiese podido leer un poco más sobre él, me habría caído bien.

Disfrutaba como pocos de la buena literatura. Aquel que no fuera amigo de los libros, era mejor que no se le acercara. Su casa era un verdadero almacén literario. Gran jugador de póker, no se le daba nada mal ir de farol. Desgraciadamente, eso no te vale fuera de la mesa de juego.

Alumno de la mejor filosofía vital posible: nada merece ser tomado en serio. Más de una vez se le recriminó semejante ideología. Pero qué iba hacerle, era de esos pocos iluminados que veían en todo un gran chiste.

"Ya habrá tiempo de seriedad cuando estemos todos bajo tierra, no queda otra". Esto es cosecha propia. Es la impresión personal que me dio Juan López Lledio una calurosa noche de julio, antes de que decidiera cortarse las venas y a nadie le importara.

CARLOS SERRANO
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