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Elogio del cuento

Algunas de las creaciones que han acompañado al ser humano a lo largo de los tiempos son los relatos cortos orales: narraciones que denominamos como los cuentos, y que forman parte del acervo común de grandes y pequeños de todas las épocas. Son historias fabuladas que en nuestra niñez vivimos con tanta intensidad que es difícil separar la infancia de los cuentos, estos tan necesarios para alimentar la fantasía de los niños.

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Así, una vez que nos hemos alejado de aquellos primeros años, ¿quién de nosotros no podría evocar esos pequeños relatos que archivamos en nuestra memoria, como si fueran lejanas leyendas que permanecen entremezcladas con imágenes ya perdidas, y que tienen la portentosa capacidad de traernos al presente sentimientos recónditos que creíamos ya olvidados?

Aunque ahora es casi un anacronismo ver a un padre, a una madre o a unos abuelos transmitiendo a un niño esas palabras “Érase una vez…” o “En un país lejano…”, con las que se iniciaba una mágica aventura en castillos gobernados por reyes, y en los que pululaban princesas o caballeros; o en los que niños o niñas eran amenazados por mil peligros, entre los que estaban, cómo no, los míticos dragones…

O a malignas brujas que les ofrecían a los más pequeños frutas y manjares envenenados; o a las abuelitas que eran tragadas de una sola vez por aviesos lobos parlanchines; o a hacendosas jovencitas maltratadas por malévolas madrastras, pero que aquellas, finalmente, encontraban su recompensa en un apuesto príncipe que, sin importarle el origen humilde de nuestra protagonista, se quedaba prendado de su belleza y bondad, para desgracia de sus hermanastras, que, además de ser feas, eran rematadamente envidiosas.

En mi caso, son inolvidables aquellas tardes calurosas de verano en las que, para que mi padre pudiera descansar un rato la siesta, mi madre nos introducía a los hermanos más pequeños en una de las enormes camas de entonces (o así me lo parecía a mí) e iniciaba los cuentos de “indios y vaqueros” que salían de su fértil imaginación, pues muchas veces teníamos que recordarle cómo había acabado el relato del día anterior.

Los cuentos han estado presentes en todas las culturas conocidas. Los estudios antropológicos nos dicen que no se conoce ninguna en la que no existan los cuentos, las leyendas y los relatos míticos, que de generación en generación se transmiten y que dan cohesión a la comunidad, dado que esos relatos contienen la memoria ancestral, la interpretación de los orígenes del grupo, así como las normas morales y de comportamiento colectivo.

Y todo ello construido con grandes dosis de imaginación e inventiva. Son, pues, relatos más o menos verídicos, mitos y leyendas que dan encanto a la historia narrada y que trasladan, tanto al narrador como a los oyentes, a mundos lejanos, en los que esas maravillas que se cuentan no solo eran posibles, sino que se tenían por verdaderas.

¡Cómo no recordar la comunión mágica que se establece entre el adulto y el niño, cuando el primero comienza a relatar esa gran aventura intangible! ¡Cómo no sentir el estremecimiento cuando se pronuncian las palabras maravillosas que nos anuncian las sorprendentes aventuras en las que se va a ver envuelto el protagonista, nuestro héroe o heroína! Y, sin embargo, hoy casi sentimos como una gran pérdida que ese rito iniciático oral a los mundos fabulosos se haya casi perdido para siempre.

En la sociedad actual, tan marcada por las prisas, las urgencias y los entretenimientos electrónicos, en las modalidades de múltiples pantallas, han acabado por arrinconar al desván de los trastos viejos a uno de los tesoros forjados a lo largo de siglos por toda la humanidad.

De todos modos, el cuento, por suerte, no acaba en su versión oral: hace siglos la imprenta proporcionó un magnífico medio para que pudiera ser perpetuado en las páginas impresas.

Así, en libros o en forma de revistas se convertían en medios idóneos para que el lector, ya sin la presencia física del narrador, se desdoblara a sí mismo a partir de esa voz interna y silenciosa que desgranaba, paso a paso, las escenas de la aventura a medida que lo hacía la propia lectura.

Los cuentos, que en sus inicios fueron pensados para que los niños se convirtieran en receptores de esas fabulosas aventuras, con el paso del tiempo dieron el salto hacia las narraciones destinadas a un público más amplio: el formado por jóvenes y adultos. Es lo que llamamos como relato corto; modalidad literaria que convive, aunque con menor relevancia en nuestro país, con la novela.

Y estos cuentos destinados al público adulto han adquirido solidez y prestigio, de manera que grandes autores no tienen ningún problema en publicar relatos cortos, alternándolos con otros más largos como son las novelas. La lista personal que daría de nombres de autores sería larga; no obstante, en nuestro país me quedo con Ana María Matute y con José María Merino. De América Latina: Borges, Cortázar, Mario Benedetti, Augusto Monterroso… y un largo etcétera, pues soy un apasionado de este género literario.

No es necesario que ahora diga esa obviedad de que en la actualidad los tiempos cambian a la velocidad de la luz. Y ya que de luz hablamos, no conviene cerrar esta entrega sin antes hablar del paso que le quedaba por dar al cuento o relato corto: saltar a las pantallas digitales. Esto los lectores de este diario ya lo conocen y lo han asimilado con toda naturalidad.

De este modo, vemos cómo la página acoge en su sección de Ficción a excelentes narradores (Antonio López Hidalgo, Carmen Lirola o Carlos Serrano) que nos obsequian de cuando en cuando con unas páginas digitales que son el fruto de su fértil imaginación.

Pero, ay, aquí ya no caben esos mundos mágicos de los que antes hablábamos; la mayoría de las veces y con gran destreza, ellos desmenuzan literariamente nuestras miserias, nuestros fracasos, nuestras desdichas… a través de otras vidas.

Y es que a los adultos parece que nos produce un extraño placer contemplar las heridas que el paso del tiempo, los fracasos, las trampas o las decepciones han dejado nuestra piel, puesto que hace tiempo perdimos la fe en los reyes, los príncipes y las princesas; en los lobos y los cazadores; en los magos y las brujas; y, lo que es peor aún, en los indios y los vaqueros. Y esta fe, por desgracia y por mucho que queramos, ya no la podemos recuperar.

AURELIANO SÁINZ
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