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Fachas

La semana pasada, cuando vi lo datos del paro de abril, he de confesar –y lo hago contrito y avergonzado- que me animé un poco. Me pareció que 111.565 parados menos y 133.765 afiliados más a la Seguridad Social eran motivo de cierta alegría. El que fueran, además, los mejores datos desde el año de 1996, o sea, de toda la serie histórica, me hizo suponer –me abochorna mi obnubilación- que era factible albergar cierta esperanza.

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El que se abundara en el hecho de que en los últimos nueve meses y en términos desestacionalizados la mejoría se viene manteniendo, y que solo en los dos últimos meses la Seguridad Social casi ha ganado un cuarto de millón de cotizantes nuevos para vislumbrar ya la cifra de 16,5 millones, me mantuvo en el error durante algunas horas más.

Pero, por fortuna, la luz me llegó cegadora, aunque tardía, y su rayo me arrojó, como a Saulo del caballo, al duro suelo y amén de la costalada, los apóstoles de la verdad progre, única, antigua y aceptada, me han impuesto dura penitencia por caer en tales y tan perversos pecados.

Fueron primero los sindicalistas, los perpetuos guardianes, desde perpetuos tiempos y en perpetua guardia liberada, quienes me admonizaron sobre mi herejía. Todo es ponzoña y miseria, no hay esperanza, son detritus camuflados para engatusar a cuatro ingenuos. Menos mal que ellos vigilan.

Como lo hacen, infatigables, los augures económicos que, tras destripar la res, contemplar su hígado y diseccionar sus vísceras, habían concluido que estaba infecta y el pudridero era su único destino. El aceptar tal vianda era de peligro mortal y de infección letal garantizada.

Por último, solemne, profética y portadora del oráculo divino de la sigla y de la esencia, la sacerdotisa Soraya Rodríguez, desencajada por el disgusto ante tanta desviación pagana, pronunció el definitivo dictamen: la cifras las viste el diablo, son pura argucia y pompa con las que se disfraza el becerro y sale en procesión al falso dios, el ídolo espurio, para perder y confundir al pueblo elegido.

Debía prohibirse el exhibir tales símbolos y pregonar tales blasfemias. De “la chica de ayer”, Elena Valenciano, como estaba danzando y perdida en músicas, no recuerdo haber oído acordes nuevos como tampoco del sumo sacerdote, aunque muy agujereado, el levítico Rubalcaba. Pero no hace falta. Estoy más que abrumado por mi culpa.

Así pues que ya no se esfuercen, ni me recriminen más. Ya he comprendido mi error y asumo mi culpa. Ya tengo todo claro y me doy los más fieros golpes en el pecho por haber caído en la tentación. Está todo diáfano. ¡Quien se alegre de la bajada del paro es que es un facha!

ANTONIO PÉREZ HENARES

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