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Felipe VI, El gatopardo, on the rocks

Se levantó tarde y arrepentido. Había perdido la mañana. Aunque despertó descansado. Pero eso no compensaba el hecho de que ya no le daba tiempo a realizar las múltiples y tediosas tareas que tenía programadas para el día. El despertador corría gran peligro de perder su trabajo. Odiado por todos. Nunca agradecidos los servicios prestados. Pero seguía fiel en la mesita de noche.

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Ducha rápida, tomó café, para ponerse a escribir de nuevo cuando antes. Dejó colgado anoche aquel escrito que tarde o temprano debería de visitar el mail de la redacción. No era un escrito bueno ni malo. Hacía tiempo que no enviaba nada y no quería recibir una reprimenda.

No era de esos escritores que escriben todos los días. En su caso, eso solo serviría para escribir basura. Trabajaba cuando el cuerpo lo empujaba a ello. Cuando la cabeza le estallaba en frases que inmediatamente debían ser depositadas en el folio. Cuando le inspiraban unos ojos verdes, marrones o azules, una copa bien servida. Simplemente el hecho de que era mejor escritor que orador. Sin señal, no merecía la pena ponerse frente al ordenador.

Llevaba unos dos folios. Pero, tras leerlos, decidió borrarlos. Empezar de nuevo. Una cosa es no enviar una obra maestra y otra enviar mierda. Pero no podía evitarlo. Nada le inspiraba últimamente. Eso afectaba a su escritura. Habían cambiado muchas cosas desde su última entrega. Pero las consecuencias de dichos cambios parecían conducir a que todo seguiría igual irónicamente.

La prensa hablaba de verdades erróneas. Coronas que cambiaban de cabeza. Nuevas caras, con nuevas voces, nacidas con una maldición. Mientras gritaban bellas ideas en los altares dorados de la vieja Europa, eran a la vez las nuevas dianas de los dardos lanzados por los de siempre. Aquellos que escalaban en la mierda en que se convertía la calidad de la vida ajena.

Todo seguía con aquel olor a rancio que tardará años en ser ventilado. Lo más irónico de todo era que esas nuevas voces no concretaban nada por el momento. Gritaban preciosos principios, sin vocalizarlos. No se diferenciaban, por el momento, de sus predecesoras. Era irónico de cojones. Merecía un brindis.

Por ello, dejo el café y se paso a una cerveza bien fría. El cursor seguía inmóvil en el mar blanco que era la pantalla. Siempre hay algo que merece la pena de ser contado. Pero en estos precisos momentos parecía que la excepción de toda regla llamaba a su cabeza y sus dedos sin teclear.

Quizás su pequeño apartamento no era el mejor lugar para trabajar. Las vistas eran inmejorables, de eso no cabía duda. Pero los espacios pequeños ponen nervioso a cualquiera. Si tuviese la capacidad de atención de su gato, todo sería distinto. El felino no hacía otra cosa que mirar por la ventana. Las personas, las aves, los coches, las nubes. Nada escapaba de su pequeña esfera ocular amarilla.

Él por el contrario, no podía estarse quieto. Demasiado inquieto. Le quemaba el culo en la silla. Con la capacidad de observación de su peludo compañero de piso, sería mucho mejor escritor.

Abrió la ventana para airear el caos que gobernaba su cabeza. Por nada del mundo dejaría que se reflejase en su trabajo. Puso el televisor. Un político, de perdida izquierda, dimitía de su cargo de diputado. Salió a la luz que su fondo de pensiones estaba en manos de ciertas empresas que eran atacadas en su programa electoral. O algo así.

No prestaba mucha atención a lo que se decía. Pero algo le llamó. Todos los que salían en la pequeña pantalla opinando sobre el hecho, alababan aquel gesto como un ejemplo de coherencia y dignidad política. Sonrió al pensar que es muy fácil hacerse el digno y el coherente cuando te han pillado con las manos en la masa. Puedes defenderte con un triste “yo no sabía , debo hacer…”.

Bien es cierto que por cosas más graves otros seguían en cargos mucho más altos. Pero eso era otra historia y odiaba escribir de política. La política jode el buen humor y convierte en agua el hielo de las copas. Una cena con amigos es situación ideal para sabotear si se saca el tema de la política. O la religión. El futbol está entre ambas.

De nuevo se encontraba sentado frente al vacío, que se convertiría en su próxima entrega de los domingos. Tomó aire, dio un buen buche a su botellín. Escribió durante el resto del día y de la tarde. Invadido por un demonio de las letras que lo devoraba, lo quemaba por dentro, le hacía vomitar mil palabras y pensamientos por minuto.

Mientras maullaba el gato, en los deportes analizaban la humillación española en el Mundial. Siempre defendía que la verdadera humillación era que otra vez tomándonos por gilipollas, nos dijeran que en junio, julio y agosto bajó el paro.

Nada tiene que ver que la gente fallezca, haya huido de su país buscándose la vida, y sean contratados con contratos basura. Entre descojone, cervezas y maullidos, pensaba que el Gobierno sí que era un crack y no los que nos representaron en Brasil.

Pero necesitaba aire y más cerveza. Andar cerca del río; pensar en las coronas que cambian de cabeza; los que están a favor de ello, en contra; las nuevas voces, las viejas; recapacitar en sus argumentos sobre cómo impedir que el mundo se vaya del todo al carajo; si necesitaba cambiar pronto su estrategia para encontrar pronto un trabajo fijo en vez de pequeñas chapucillas para ir tirando; cómo le diría a ella llegado el momento que la ciudad se le quedó pequeña. Necesitaba pensar todo eso. Necesitaba salir del piso. Y más cerveza.

CARLOS SERRANO
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