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Pablo Poó | Mi abuelo

Enterramos a mi abuelo con las manos cruzadas sobre el pecho. Encarnación se encargó de amortajarlo antes de la vela y, por falta de ayuda, colocó el cadáver de mi abuelo con los brazos extendidos a ambos lados de su cadera. Cuando llegaron los hombres, las mujeres comenzaron a abandonar poco a poco la casa. Se propusieron terminar la tarea de cruzarle las manos sobre el pecho en un par de horas, pero viendo que cumplía el plazo y que no eran suficientes, decidieron llamar a José, que había trabajado al lado de mi abuelo desde que existían registros escritos en el pueblo.



José conocía bien el carácter de mi abuelo y sabía que no estaba por la labor de dejarse cruzar las manos sobre el pecho. Él prefería la posición de soldado firme, con los brazos extendidos a ambos lados de la cadera, como lo puso Encarnación.

Después de un par de horas apareció José por la puerta del bar de arriba del pueblo, adonde los hombres habían ido a beber cerveza en previsión de que la charla con mi abuelo fuera más larga de lo previsto, y les indicó con un movimiento de cabeza que todo estaba preparado.

Los cuatro hombres más fuertes del pueblo agarraron el pulgar derecho de mi abuelo y comenzaron a tirar hacia arriba, mientras el resto de la compañía sujetaba la palma de la mano con los brazos extendidos hacia arriba. José daba las indicaciones precisas desde el otro costado, no le gustaba hablar con nadie que no fuera su madre o mi abuelo; había sido una de las personas que más sintió su pérdida, como yo.

Los gritos de alegría que provenían de las casas altas me despertaron de madrugada. “Ya le han cruzado las manos sobre el pecho”, dijo mi madre desde el otro lado de la pared. “Niño, vístete que nos vamos a la vela”. Pero yo había tomado la precaución de dormir vestido por si ni aún la conversación con José hubiera convencido a mi abuelo de que se dejase cruzar las manos y necesitasen mi ayuda en última instancia para hacerlo entrar en razón.

Parientes de todas las procedencias, incluso de más allá del valle, abarrotaban la casa donde hicimos el velatorio. Yo esperaba sentado en las escaleras cualquier indicación de mi madre o de Encarnación, pero estaban tan atareadas recibiendo los pésames de la gente que apenas tenía tarea por hacer. Entonces saltaba hacia el poyete de la ventana y me asomaba sosteniéndome a pulso para ver a mi abuelo en el interior de la habitación donde todos se despedían de él.

Lo veía observar de mala gana a todos los asistentes, ignorando las cariñosas palabras que le dedicaban y los cuánto te echaremos de menos y los qué vamos a hacer ahora y los por qué te has tenido que ir con lo que te necesitamos todavía.

De vez en cuando sentía sus pupilas clavadas en las mías y entendía perfectamente la frustración que sentía mi abuelo allí tumbado, escuchando a gente con la que no tenía ganas de hablar y, encima, con los brazos cruzados.

El tercer día después de la primera semana de vela, ya casi todos los compromisos habían desfilado por la casa para mostrarnos sus condolencias. Mi madre comenzaba a dar muestras de cansancio, pero Encarnación se esmeró más que nunca matando el cochino que habíamos cebado durante los dos últimos años y preparando comida en abundancia en previsión de que, con la proximidad del entierro, todo pudiese alargarse aún más.

Como no me dejaban entrar ni a solas ni acompañado en la habitación donde estaba mi abuelo, a pesar de la gran cantidad de veces que me indicó con la cabeza que pasara cuando me veía apoyado en el quicio de la puerta, no me quedaba más remedio que continuar observándolo, a hurtadillas, sostenido desde el poyete de la ventana.

La última vez que lo vi entendí claramente su intención de huir antes del entierro y no volver a aparecer por allí, pero no quiso hacerlo sin antes despedirse de mí, aunque fuera desde la ventana. Yo le dije que lo entendía, que, incluso, si estuviera en su situación no habría esperado tanto tiempo para marcharme; es más, ni siquiera me hubiera dejado cruzar los brazos aunque hubieran hablado conmigo José, Encarnación o todo el pueblo junto.

Entonces comenzaron a temblarme los brazos de mi propio peso y tuve que bajar para descansar, pero, cuando volví a asomarme, mi abuelo ya no estaba allí.

PABLO POÓ
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