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XXV CATA DE MORILES - DEL 21 AL 23 DE OCTUBRE DE 2023

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  • 11.1.18
Las notas llegan sin que apenas nos demos cuenta. Hace apenas un mes estábamos en mangas cortas y ahora, de repente, nos hemos encontrado con la cruda realidad de las notas. Hay que parar y reflexionar. El análisis es la base para, en caso de que las calificaciones no hayan sido buenas, podamos comenzar a enderezar el camino y comenzar enero con buen pie. Piensa:



1) ¿Te has esforzado todo lo posible? Bachillerato no es la ESO. Puede que antes pudieras salvar con éxito el curso viviendo de las rentas y estudiando el día de antes. Pero está claro que eso ahora no nos vale. Tenemos un doble objetivo: aprobar y hacerlo con nota suficiente para estudiar la carrera que queremos y donde queremos.

2) ¿Tienes un método de estudio? Muchos estudiáis a lo loco: directamente del libro y de memoria. Eso es una barbaridad. Hay muchos métodos de estudio: es cuestión de ir probando y quedarte con el que te guste. Imagina que es como el deporte. El hecho de que no te guste correr no implica que no hagas deporte, hay muchas más formas de hacerlo: bicicleta, deportes de equipo...

El que no te guste hacer esquemas o no te sirvan para aprobar no quiere decir que no valgas o que no se te dé bien estudiar, solo quiere decir que estás usando un método que no es para ti. Prueba los mapas conceptuales, las fichas, los resúmenes, los postits... Hay mil métodos, es cuestión de encontrar aquel con el que más aprendas con el menor esfuerzo posible.



3) ¿Has llegado con buena base de la ESO? ¡Ay, amigos! ¿Veis cómo había que esforzarze durante esos cuatro años que muchos os pasáis rascando la barriga? Ahora es la Selectividad la que marca el listón. Hay poco tiempo y mucho temario. Tienes que asumir que debes ponerte al día, así que toca repasar en casa todo aquello que no se sabe para asistir a las clases lo más preparado posible.

Hay veces que, aunque parezca raro, lo mejor que nos puede pasar es que nos den un palo para que reaccionemos y nos demos cuenta de que las cosas van en serio. ¡Así que, venga, no pierdas tiempo en lamentaciones, analiza qué te ha pasado y comienza a ponerle remedio ya!

PABLO POÓ GALLARDO
  • 29.11.17
El derecho a opinar está absolutamente por encima de todo: cualquiera puede opinar, libremente, de aquello que se le antoje. Pero esta libertad no implica la igual validez de todos los argumentos vertidos sobre un tema. Esta es, quizá, la tarea más complicada: separar la paja del grano en una época en la que, gracias al desarrollo de las tecnologías de la información y la comunicación, todo el mundo opina de todo. Con o sin criterio; con o sin educación; con o sin base; con o sin argumentos.



Enfrentarse sin las herramientas adecuadas a este maremágnum es garantía de fracaso: corremos el riesgo de dar pábulo a charlatanes, a doradores de píldoras, a encantadores de serpientes.

El terreno educativo está especialmente abonado para el crecimiento de estas especies opinadoras invasivas: gente que no ha impartido una clase en su vida te dice cómo hacer tu trabajo ignorando las abismales diferencias que hay entre contextos educativos, entre etapas escolares tan dispares como la Primaria o la Secundaria, desconociendo la falta tan grande de inversión que padecen muchos centros educativos y que condiciona nuestra labor docente hasta el extremo, sin tener la más mínima idea de cómo es el sistema actual de evaluación…

Opinen, son libres, faltaría más. Pero otorguen a cada cual una credibilidad acorde con su experiencia.



PABLO POÓ
  • 13.9.17
Me extrañó verlo por el instituto: iba a dejarlo en 3º, sin titular, y el curso próximo estaría en otro pueblo, en otro instituto, comenzando una nueva etapa a sus dieciséis años en la FP Básica, como si no existiera una edad mínima para querer darle un giro a tu vida y comenzar de nuevo.



—¡Qué alegría! ¿Qué haces aquí?

—He venido para verte.

Se sentó en el examen como los demás. Como los demás que se habían presentado, claro. Muchas veces en casa se desanda lo que se ha avanzado en el instituto; pero allí estaba él, hasta con bolígrafo.

Repartí el examen y comencé a explicar las preguntas. Me senté y lo vi escribir tranquilamente, pero sin pausa. “Bueno, cosas más raras se han visto” –pensé– y seguí ordenando el tropel de papeles que nos aguardan a los profesores en septiembre. Esos que nadie lee.

A los veinte minutos se levantó y me entregó el examen: “A ver qué te parece”, y salió.

A priori, la cosa no pintaba bien. Entregar a los veinte minutos una prueba pensada para hora y media no es el más halagüeño de los augurios, pero comencé a leer:

“Y llegó el día, aquí se separan nuestros caminos. Quería darte las gracias por este año junto a ti, eres una persona increíble, además del mejor profesor, el mejor amigo que un chico de 16 años puede tener. Quería agradecerte lo mucho que me has ayudado, lo mucho que me has enseñado. Enseñar tiene dos funciones en la vida: la primera es ser alguien, que en eso sí me has enseñado; y la segunda es ser algo, que por mi cabezonería no has logrado enseñarme. Ahora empieza mi nueva etapa, mi nueva vida, espero que todo lo que me has enseñado lo ponga en práctica, y quería decirte que este año ha sido genial, tanto risas, llantos… Todo dicho, espero no perder nunca el contacto contigo. Aquí me despido”.

Entonces te quedas planchado y te pones a pensar.

Ser profesor trasciende ampliamente el ámbito de tu asignatura concreta. Es más, en determinados contextos educativos impartir tu asignatura casi es lo de menos (porque no sé si lo saben, pero el sistema educativo es fiel reflejo del mundo: hay un primer mundo, un segundo y hasta un tercero; y en cada uno hay que trabajar de una manera distinta, y suceden cosas distintas y tenemos equipamientos distintos). Porque, a pesar de que me encante enseñar mi materia, sé que se puede vivir sin detectar un complemento directo, pero no sin tener conciencia crítica y saber, realmente, de qué va la vida.

No los puedes salvar a todos. Cada uno tiene una edad para despertar y, quizá, aquello que les caló de ti salga a relucir cuando tengan 20 años y ya no mantengas contacto con ellos. Hay quienes no despiertan, hay quienes acaban mal. Y te duele saber de ellos, es más, prefieres no saber. Pero no puedes llevarte todos los problemas de todos tus alumnos a casa, porque no vives.

Tienes que convertirte, no en un modelo, porque ellos no deben imitarte, deben ser ellos mismos, sino en un escaparate de donde vayan tomando y adaptando aquello que más les guste, aquello que más les llame la atención y que vean de más utilidad para su estilo de vida, que puede que difiera enormemente del tuyo.

No soy amigo de mis alumnos. Pienso que la jerarquización es fundamental para que una clase funcione. Y pienso también que el respeto hay que ganárselo. No es lo mismo respeto que educación. Esta última se está perdiendo, por desgracia, y es la norma básica para saber cómo te has dirigir y cómo has de tratar, entre otros, a un profesor. El respeto viene con el tiempo y nos lo labramos hora tras hora de clase.

Les hablo en su idioma para que me entiendan. Conozco de sobra las variantes diafásicas, no se preocupen por eso, soy doctor en Filología Hispánica, pero sé cómo tengo que hablarles para que entiendan que tu pareja no tiene por qué revisarte WhatsApp y cómo hacerlo para inocularles el veneno de Lope de Vega en la sangre.

Cuando les hablo de la vida, muchas veces me repiten la misma letanía: es que nadie nos habla así. A ver si todo se va a reducir a un problema de comunicación.

Pero, por favor, nunca (nunca) los traten como tontos, como pobrecitos. Esta oleada de hipercondescendencia con nuestros adolescentes solo está creando adultos indolentes e ineptos.

Se me fue, el maldito, sin aprenderse las preposiciones. Le colé al Lazarillo sin que se diera cuenta y ahora forma parte de su conciencia aunque todavía no lo sepa. Pero me escribió esta carta. Y se metió en una FP Básica.

PABLO POÓ
  • 3.8.17
En estos tiempos en los que parecía que la especialización cada vez mayor a la que nos conducen los grados universitarios y los másteres de todo tipo estaba acabando con el conocimiento multidisciplinar universal, se erige, imponente y salvadora, la figura del tertuliano como luz y guía de ese tipo de saber que pensábamos extinto.



Un tertuliano lo mismo opina sobre la última subida del IPC y el impacto negativo que tendrá en los precios que se pagan a los agricultores por sus productos, tan alejados de los que pagamos los consumidores, como sobre la última reforma legislativa de turno.

Opinar a fondo sobre alguna cuestión requiere un amplio conocimiento del tema a tratar y algún tipo de experiencia personal o profesional relacionada con la materia: no debe tener para nosotros la misma validez la opinión de un médico en ejercicio sobre la privatización de la Sanidad que la de algún señor que se pasea de plató en plató, suponemos que con su licenciatura en Periodismo, sentando cátedra sobre lo divino y lo humano basándose en las posibles lecturas de la prensa que haya podido hacer minutos antes de entrar al plató.

El problema es que han conseguido convertir a estos charlatanes del todo y la nada en los portavoces de lo que ellos llaman “opinión púbica”; concepto que ha degenerado en una manera de analizar y sintetizar los asuntos de actualidad superflua, banal, inútil y que se mueve al ritmo informativo que nos imponen desde los gabinetes de prensa de los partidos políticos.

Peligroso ejercicio este del tertuliano en el que ya no solo nos dicen sobre qué tenemos que hablar: también nos dicen qué tenemos que decir.

PABLO POÓ
  • 28.6.17
¡Señoras y caballeros, bienvenidos a esta que será otra inolvidable velada de boxeo! Sin más preámbulos, presentamos a los contendientes. A mi derecha, los tradicionales: defienden que estamos perdiendo la cultura del esfuerzo y el papel clásico del profesor como transmisor de conocimiento. Arremeten contra las nuevas pedagogías que creen traídas por falsos gurús y supuestos expertos educativos que no han pisado un aula real en su vida.



A mi izquierda, los innovadores: reniegan de la tradicional estructura de la clase magistral y abogan por un tipo de aprendizaje donde el alumno juega un papel activo fundamental. Utilizan toda clase de estrategias, desde juegos a proyectos, pasando por representaciones teatrales, para hacer de sus clases un lugar donde el alumno se sienta feliz, realizado y motivado. ¡Que comience el combate!

Y en ello estamos. Pueden buscar en las redes sociales (si prefieren insultos más cortos les recomiendo Twitter) o en los comentarios a las noticias relacionadas con el tema educativo. Un clima insoportable de crispación se respira en torno a la cuestión educativa donde se mezclan, sin ningún rubor, churras, merinas, etapas escolares distintas, contextos educativos opuestos y todo lo que quieran ustedes añadir, que con esto del anonimato el personal se envalentona. Intentemos, desde mi locura, aplicar un poco de cordura.

1) No se pueden comparar la Primaria y la Secundaria porque son etapas educativas diferentes cuyos alumnos tienen, por lo tanto, edades distintas. Es imposible dar la misma clase en 4º de Primaria y en 4º de ESO (no digamos ya en 4º de Grado). Por lo tanto, estrategias metodológicas que son maravillosas en Primaria pueden ser un fracaso absoluto en Secundaria. Y viceversa. No es lo mismo dar clase a un niño de 7 años que a uno de 17.

2) Las estrategias metodológicas no son universales: pueden funcionar o no dependiendo del individuo. A menudo nos olvidamos de que una clase, a pesar de conformar una colectividad, está formada por equis (cada vez más equis) individualidades: a Fulanito se le puede dar genial memorizar, pero no a Menganita. Zutanito entiende mejor las cosas jugando, pero Filomeno se aburre soberanamente con un juego de mesa delante. El hecho de que ti te vaya estupendamente dictando apuntes no quiere decir que el que use juegos esté haciendo el gilipollas. Y viceversa.

3) Todos buscamos lo mejor para el alumnado. En la profesión docente nadie va a hacerle daño a sus alumnos. El que “gamifica” su clase, lo hace porque cree que es lo mejor para el aprendizaje de sus alumnos. El que hace dictados, los hace por idéntico motivo. Lo mismo el que trabaja por proyectos que el que los pone individualmente en sus mesas. Otra cosa será si el docente ha acertado con la metodología elegida, pero a esa pregunta solo pueden responder los alumnos y el tiempo.

4) Las cosas no son blancas o negras. La polarización es el camino más corto hacia el empobrecimiento mental. Como hemos dicho antes, una misma estrategia metodológica no vale ni para una misma clase. Esto no quiere decir que ahora haya que ir alumno por alumno explicándole el mismo tema a cada uno de manera distinta, no nos volvamos locos, pero sí que hay que tener en cuenta las características de esa clientela que tenemos los docentes llamada "alumnado" para ir combinando estrategias de uno y otro bando, por seguir con la temática de la confrontación.

A mí, por ejemplo, en mis clases, me gusta impartir conocimientos. Y mis alumnos se sorprenden de lo que puedo llegar a saber sobre mi asignatura, porque no uso el libro para mis explicaciones. Ante esa sorpresa me pregunto cómo darán la clase mis compañeros, porque si los míos se sorprenden de lo que yo sepa sobre Literatura, quizá quiere decir que nuestra clase no nos ve como expertos en la materia, sino como profesionales dependientes de un libro de texto. Y el respeto no solo se gana con disciplina, también con admiración libremente despertada.

Del mismo modo, uso Minecraft para explicar la Comedia Nueva. Usamos un servidor para edificar un corral de comedias y andamos libremente por el patio de butacas, el escenario o el gallinero. Pero soy inflexible con las fechas de entrega: en la vida hay plazos que son improrrogables: una beca, una matrícula para unos estudios, una ayuda social… y si yo no enseño a mis alumnos, desde edad escolar, el respeto a los plazos que exige la vida que vivimos en la actualidad, estaré creando futuros adultos indolentes. Prefiero que tengan un cero en una actividad entregada fuera de plazo a que pierdan una beca para estudiar fuera el día de mañana.

Para practicar la morfología usamos una baraja de cartas y hay temas que se tienen que preparar ellos por su cuenta para explicarlos a los compañeros en clase. Sin embargo, cada dos semanas hacemos un dictado y copian cada falta diez veces, o las introducen en oraciones, o lo que se me ocurra.

No acierto con todos: todos los alumnos que me dejo, cada año, sin enganchar a mi asignatura son una espina que se me queda clavada y un motivo para reflexionar y mejorar el método para el año siguiente. Pero lo que nunca se me ocurriría sería enrocarme en una trinchera educativa para defenderla a muerte y combatir a la contraria con todas mis armas. Las únicas víctimas de esta guerra son nuestros alumnos.

PABLO POÓ
  • 21.6.17
Una de las unidades de medida más útiles para evidenciar la distancia que separa a nuestra clase política de los problemas de los ciudadanos es la del grado de barbaridad de sus declaraciones: a mayores barbaridades, mayor distancia. Y es que proponer como solución al calor sofocante que estamos padeciendo en muchos centros educativos públicos la elaboración artesanal de abanicos de papel es una barbaridad. Bueno, una barbaridad y más cosas que no se deben escribir en un artículo.



Hace unos días, de la quinta clase solo pudimos impartir media hora. El resto lo pasamos en un espacio de sombra que hay en el patio donde corre bastante aire (caliente, eso sí, pero más frescos que en la clase estábamos). Justo antes de bajar, les comenté a los alumnos las declaraciones del consejero de Sanidad de Madrid, Jesús Sánchez: es increíble la riqueza léxica de improperios que poseen mis alumnos.

Ayer, un alumno ha llevado a clase un termómetro con el que hemos podido comprobar que la temperatura en el aula a las 14.05 era de 31 grados, diez menos que en el exterior, que ya es algo. Y es que la provincia de Córdoba, en plena ola de calor, no perdona.

Pero allí estábamos con nuestros abanicos de papel, con las tapas de los cuadernos o con lo que cada uno pillase a mano porque, por desgracia, en nuestro centro el aire acondicionado no funciona. En cada clase tenemos, de adorno, la típica bomba de frío-calor que pueden tener ustedes en sus dormitorios, pero con la diferencia, ya les digo, de que no funcionan: o no enfrían, o emiten un aire de olor desagradable o, si los ponemos en todas las aulas, saltan los automáticos y se va la luz.

La situación es divertida en ese momento: ¿qué aula, de aquellas en las que funciona, se queda sin aire? Les aseguro que no les gustaría ser el profesor de esa hora. Pero, reconozcámoslo, esto les importa (a ustedes) más bien poco. La situación de los centros educativos solo la conocemos los que acudimos a ellos a diario, tanto para trabajar como para recibir clases. El resto no sabe ni explicar con mediano acierto el sistema de calificación que empleamos actualmente.

El tema educativo solo interesa durante una etapa de la vida muy concreta: cuando se tienen hijos en edad escolar. Y eso con suerte de que sean de esas familias que van al centro a interesarse por la evolución académica de sus “criaturas”, como diría la consejera de Sanidad valenciana (en serio, ¿no hay otras personas para elegir de consejeros?), porque la mayoría de ustedes solo acuden a los centros educativos a por las notas. Eso sí, saben perfectamente que los docentes vivimos como marajás.

Una muestra: la CEAPA, a estas alturas de la historia, no ha dedicado ni un mísero tuit al asunto de la ola de calor en los centros públicos. Eso sí, su campaña contra los deberes fue propagada a los cuatro vientos. En parte se entiende: pocos deberes podrá hacer un alumno con lipotimia.

Pero antes, ¿verdad?, cuando ustedes estudiaban, eran cuarenta en la clase, y no tenían aire acondicionado y, en invierno, hasta se llevaban en latas ascuas encendidas para calentarse y no pasaba nada. Pero sí pasa: pasa que eso era hace treinta años y que, desde entonces, hemos evolucionado (entiéndase: hemos ido a mejor) o, al menos, habríamos debido hacerlo.

Si nos congratulamos de que hace tres décadas las cosas iban mejor que ahora es que vamos como los cangrejos. Y, además, antes existía un concepto que, actualmente, está en franco (sin mayúscula) retroceso: el respeto al profesorado.

Así que, para terminar, decirles que lo importante del asunto no es que un consejero de lo que sea de una comunidad autónoma cualquiera haya dicho que, si pasamos calor en las aulas, nos hagamos abanicos de papel; que se meta sus abanicos por donde le quepan.

Lo importante es que los problemas de verdad del sistema educativo, ese que forma a los futuros ciudadanos de un país, les importan a nuestra sociedad menos que un mísero trozo de papel doblado en franjas paralelas unas cuantas veces.

PABLO POÓ
FOTOGRAFÍA: LOCOMÍA
  • 12.5.17
La inversión en material TIC (equipos informáticos) para un centro educativo, si no va acompañada de su correspondiente programa de mantenimiento, es dinero tirado a la basura. Este axioma, que cae por su propio peso de obvio, es ignorado constantemente en la gestión económica de nuestro sistema educativo. Ni uno solo de los catorce institutos por los que he pasado –ni uno solo– contaba con una infraestructura TIC completamente funcional.



Hará cosa de una década, la Junta de Andalucía puso en marcha un ambicioso programa de dotación de equipos informáticos para los centros educativos. El objetivo propuesto era que, como mínimo, existiera un ordenador por cada dos alumnos. Algo grandioso y digno de alabar. En principio, claro.

Por si esto no fuera poco, se intentó que cada aula de cada instituto, con instalación gradual dada la gran extensión de la comunidad autónoma, tuviera una pizarra digital. Para los legos, una pizarra táctil dotada de proyector, altavoces y conexión a Internet.

La situación, por idílica, parecía irreal. Ahí estaban esas aulas 2.0 con sus ordenadores con pantalla plana, teclado y ratón para cada pareja de alumnos, con sus pizarras digitales y su conexión wifi global para todo el centro. ¿Finlandia? ¡No, Andalucía! La comunidad líder en abandono escolar.

Obviamente, y teniendo en cuenta la manera de hacer las cosas a la que nos tienen acostumbrados en este país, la situación solo podía empeorar: pronto caímos en la cuenta de que los docentes no contábamos con ninguna clase de software educativo que nos permitiera, no ya impartir nuestra materia con contenidos multimedia, sino controlar las CPU (los ordenadores) de los alumnos.

Imaginen la situación: un profesor delante de 20 pantallas a las que solo se le ven los cables enchufados por la parte de atrás.

—Jaime, apaga la pantalla.

—¡Está apagada, maestro!

—Saray, ¿qué estás haciendo?

—Nada, maestro, ya lo apago…

Y así hasta que se aburran. Pero bueno, teníamos materiales, ¿qué más se podía pedir?

Con el tiempo, el desgaste propio del uso y el vandalismo también propio de algunos adolescentes comenzó a hacer mella en el estado de mantenimiento de este casi recién estrenado material TIC. Las pantallas comenzaron a fallar (algunas no encendían, otras estaban ralladas…), los ordenadores dejaron de funcionar, sobre todo aquellos en los que los alumnos insertaban trozos de papel, de chicles, de papel de aluminio o de rodajas de salami en sus disipadores y ventiladores. La verdad, todo sea dicho, es que el salami calentito olía bastante bien.

Entonces ya no era práctica la división de los alumnos por parejas en los portátiles. Como ya no funcionaban todos, las agrupaciones debían ser mayores. El jaleo en la clase también, en proporción directamente proporcional, valga la redundancia.

Con el tiempo, los ordenadores dejaron de ser funcionales. No es que se quedaran anticuados, que también. Tampoco es que tanto salami y papel de plata en su interior los ralentizara hasta la extenuación, que también. Es que no tenían ninguna clase de mantenimiento: ni actualización del sistema operativo, ni de los navegadores, ni de nada. Todo se controlaba desde Sevilla y hasta que desde allí no caían en la cuenta de que nuestros ordenadores ya no eran capaces de abrir ni Youtube, no liberaban las actualizaciones. Para cuando llegaban, obviamente, ya no los necesitábamos: el ordenador había muerto.

Con las pizarras digitales ocurría tres cuartos de lo mismo: cuando se estropeaba por el motivo que fuera (ojo, no digo que porque los alumnos jugaran con ellas en los descansos entre clases) solo te quedaba ponerle una vela al técnico para que viniera lo antes posible. Había veces que no venía, como una vez que se me estropeó la pizarra de un segundo de ESO en febrero y ya, hasta junio, tuvimos que usar la tiza y el borrador. Más rústico, sí, pero inmensamente más efectivo: se lo crean o no, este sistema no se nos estropeó nunca.

Como quiera que el material informático se iba estropeando y sus correspondientes soportes en las clases se iban pervirtiendo (en mi tutoría ponemos macetas donde antes iban las sujeciones de las pantallas. No es muy digital, pero queda precioso), en un segundo Plan Marshall de digitalización, al Gobierno de mi comunidad se le ocurrió regalar miniportátiles a los alumnos para que los usaran en clase.

Sí, regalarlos, nada de dotar al centro de infraestructura, que se veía con nitidez que no había funcionado. La calidad de los portátiles era tan reducida como su tamaño o la duración de su batería, así que volvimos a tener el mismo problema, pero esta vez iba y venía de casa: cuando te disponías, rebosante de ilusión docente, a usar los portátiles resulta que un 25 por ciento de la clase no se lo había traído a pesar de tus avisos; que a un 50 por ciento solo le quedaba batería para diez minutos; que un 10 por ciento tenía rota la pantalla y no veía nada; que otro 10 por ciento tenía problemas para conectarse a la única red wifi del instituto; y que el 5 por ciento restante estaba ya, por su cuenta, en la web de “minijuegos”, en la ronda de penaltis de la final del campeonato.



Con el tiempo y el uso, los portátiles se fueron estropeando, pero no pasaba nada: cada nueva generación venía, en lugar de con un pan –pues lo traían guardados en la mochilas para comerlos en el recreo–, con un nuevo portátil bajo el brazo.

La inversión anual ignoraba todos estos problemas hasta que, un buen año, la crisis dijo “basta” y la situación se desmadró: dejaron de regalar miniportátiles y la situación se volvió esperpéntica: cursos con portátiles; cursos sin portátiles; cursos con la mitad de los portátiles rotos; cursos con la mitad de los portátiles vendidos... Total: chicos, dejadlos en casa.

Pero, bueno, siempre nos quedará el aula de Informática, ¿no? Pues no. En mi centro, de los aproximadamente quince ordenadores que la componen, apenas funcionan siete. Las pantallas de rayos catódicos son todo un canto a la decoración vintage y los teclados están mellados como niños de siete años, pues los alumnos tienen la extraña costumbre de arrancar las teclas y coleccionarlas hasta tener el número suficiente para formar sus propios Scrabbles. Del rendimiento de los ordenadores, anclados a principios de los 2000, mejor ni hablamos, tardaría demasiado, igual que ellos en arrancar o ejecutar cualquier programa.

Hoy día, como el Equipo A, sobrevivimos como soldados de fortuna. De las cuatro aulas en las que imparto docencia solo funciona la pizarra digital de una. Bueno, realmente es la única que la tiene. En el resto tenemos proyectores (unos funcionan y otros no) y pantallas que se enrollan con más o menos agujeros enmendados con cinta americana. Eso sí, contamos con algo que nunca falla en todas las aulas: la pizarra y la tiza.

De todo lo expuesto entenderán que el uso de las TIC y la innovación educativa relacionada con las nuevas tecnologías, en determinados contextos educativos, resulte casi imposible a pesar del empeño de algunos profesores que, extenuados de tanto remar contra la corriente, terminamos rindiéndonos ante la evidencia.

PABLO POÓ
  • 21.3.17
No descubro nada nuevo al afirmar que la idoneidad de los exámenes como método para evaluar el nivel de conocimientos de un alumno es escasa. Son múltiples los factores que pueden influir el día del examen y darnos una idea equivocada de lo que sabe o no nuestro alumno. En este sentido, quizá sea el trabajo diario y la variedad de tareas evaluables las que salven estas deficiencias de las que adolecen los exámenes.



Pero no podemos olvidar que el sistema educativo superior, aquel en el que se adentra el alumno a partir del Bachillerato, se basa, precisamente, en estas pruebas tan denostadas actualmente: la Universidad se basa en un sistema de calificación casi exclusivamente basado en exámenes. Incluso para acceder a determinadas profesiones, como la que ejercemos los docentes, tenemos que aprobar –y dentro del rango de plazas disponibles para ese año– un examen terrible: las oposiciones.

La paradoja es tremenda: ¿cómo no preparo a mis alumnos para un sistema académico y profesional basado en exámenes? Cuando surge el debate no puedo sino tener la sensación de que estamos empezando la casa por el tejado: dejemos de hacer exámenes en clase, busquemos métodos de calificación alternativos, fuera las clases donde el profesor explica, ¡arriba los vídeos de menos de cinco minutos!

Y cuando acaben 4º de ESO, ¿qué será de ellos? ¿Es razonable cursar un Bachillerato sin realizar un solo examen como aquellos a los que se habrán de enfrentar en Selectividad? ¿Es razonable entrar en una Universidad sin saber hacer correctamente un examen, o memorizar, o prestar atención durante más de cinco minutos a un humano que te habla en directo?



Lo más sangrante es que, en demasiadas ocasiones, los mismos que te tachan, cuando menos, de decimonónico por hacer exámenes son los mismos que piensan que eres un profesor de segunda por ser interino. ¿No habíamos quedado en que los exámenes son injustos y antipedagógicos? ¿O es que solo durante la etapa escolar?

No podemos renunciar a los exámenes como método de evaluación mientras el futuro académico y profesional de nuestros alumnos se encuentre condicionado, precisamente, por saber realizarlos correctamente. Cambiemos el sistema si es necesario, pero empezando por arriba. Si pretendemos eliminar la natación, antes habrá que vaciar la piscina.

PABLO POÓ
  • 21.2.17
Una de las preguntas que más veces me hacen en mi trabajo, además de cuántos años tengo, es qué hacer para aprobar. Y no piensen que esa es una duda que solo surge entre mis alumnos: sus madres, que son las que acuden normalmente a las citas de tutoría, también se muestran desorientadas sobre qué medidas tomar para que los suspensos se conviertan en aprobados.



Obviamente, no existe ningún método mágico: en el mundo de la enseñanza no hay dietas exprés ni remedios milagrosos. Será la constancia y la asimilación de un buen sistema de trabajo el que permita a nuestros hijos ir aprobando.

Lo primero que hay que hacer es aprender a usar bien la agenda. Puede parecer una tontería, pero la gran mayoría de mis alumnos o no la usa o no sabe hacerlo. Sus familias no se quedan atrás: solo una mínima parte revisa las agendas de sus hijos a diario para saber qué tareas, deberes, exámenes o entregas tienen pendientes.

La excusa es bastante mala: “es que siempre me dice que no tiene nada que hacer”. Vale, muy bien, puede su hijo decir misa si quiere pero, usted, ¿le revisa la agenda? Es fundamental que el alumno sepa que en casa la agenda será revisada. Únicamente así comprenderá que hay un motivo primero y de peso para anotar lo que se vaya mandando en el instituto: "cuando llegue a casa mis padres me la van a revisar".

Pero hay otras vías para promover el uso de una agenda escolar: les tiene que gustar a nuestros hijos; solo así se motivarán a usarla. Si compramos la primera agenda que veamos sin asegurarnos de que le gusta a quien la tiene que usar, mal vamos. Mejor gastar dinero en una buena agenda que en clases particulares.

Suelo recomendar que la agenda escolar en cuestión tenga vista de semana. Es mucho más práctico ver de un vistazo toda la carga de trabajo pendiente desde el lunes al viernes. Y hablando de trabajo, fomenten que sus hijos apunten de todo en la agenda, no solo las tareas y exámenes, también sus acontecimientos de ocio.

La vida no es solo estudiar y el ir mezclando anotaciones escolares con cumpleaños, conciertos, fiestas… crea en su hijo la sana costumbre de ir estableciendo pequeñas metas a lo largo de la semana. Cumplir metas ayuda a la autoestima y a parcelar un tiempo que, en ocasiones, nos puede parecer demasiado largo: no es lo mismo afrontar una larga semana sin nada a la vista que amanecer un lunes sabiendo que el fin de semana irás a la playa.



Insístanles a sus hijos en que la agenda, al igual que ocurre con el cuaderno, el estuche o el libro de cada asignatura, debe ser sacada en cada hora de clase. Usamos lo que vemos. Fíjense, si no, en los ahora tan populares programas de cocina (hoy, quien no sabe hacer una esferificación de aceite de oliva con huevas de atún de almadraba es porque no quiere). Tienen todos los instrumentos de cocina delante de sus ojos porque el cerebro tiende a obviar lo que no ve. Será por eso por lo que las relaciones a distancia no funcionan, quién sabe...

Una vez que tenemos una buena agenda, que sus hijos saben que la revisarán en casa y que están concienciados de que han de sacarla en cada hora de clase para anotar todo lo que mande el profesor, lo único que resta es adoptar un buen método, uno eficaz y eficiente, para hacer las anotaciones.

Yo les propongo uno basado en tres símbolos:
  • # para los deberes que se manden en el día.
  • → para el día de la semana que se hagan los deberes.
  • ↑ para anotar cuándo se corrigen en clase, cuándo se entrega algún trabajo o se hace un examen.

Cada uno de estos símbolos irá acompañado de la abreviatura de la asignatura y la página o actividades correspondientes que se hayan mandado hacer. Veamos un ejemplo:

21 de febrero de 2017
# LCL 36 (4,5,6)

Esto querría decir que el día en cuestión (21/02/2017) nos han mandado en clase (#) de Lengua (LCL) las actividades cuatro, cinco y seis (4,5,6) de la página 36 (36). Ahora ya no tienen excusa para averiguar si es verdad que, por la tarde, sus hijos no tienen nada que hacer.

PABLO POÓ GALLARDO
  • 31.1.17
No responda. Les corresponde a ellos esa respuesta. Está claro que ustedes se han desvivido para hacer que sus hijos sean felices. Nosotros, sus profesores, en la escuela y dentro de nuestras posibilidades, también lo hemos intentado, pero ¿lo hemos conseguido? La respuesta dependerá en gran medida de si hemos sido capaces de ofrecerles a nuestros jóvenes una definición válida de lo que es la felicidad. En definitiva, si les hemos enseñado la felicidad verdadera.



La semana pasada estábamos leyendo en 4º de ESO un fragmento de Robinson Crusoe, obra del inglés Daniel Defoe. En concreto, trabajábamos el momento de la novela en que el padre de Robinson, postrado en su recámara por culpa de la gota, aconseja a su hijo que no se vaya al extranjero en busca de aventuras. Buena parte de razón tenía el hombre teniendo en cuenta cómo acabó su vástago…

Le dice que solo los que tienen ánimo de vagabundo o los locos son capaces de abandonar casa y patria por esa clase de extravagantes proyectos. Finalmente, y como argumento principal, le habla de la felicidad, entendida en aquella época como un concepto social y económico: la verdadera felicidad es la de la clase media, que evita las penurias de la clase baja y los agobios de la clase alta. La verdadera felicidad, para el padre de Crusoe, está en no ser ni rico ni pobre.

Discutimos el tema en clase y me di cuenta de que mis alumnos tienen un concepto de felicidad tan sui géneris como el del fragmento leído en clase. Del debate que surgió extrajimos una serie de conclusiones sobre lo que debería ser la auténtica felicidad:

1. La felicidad es algo positivo: nada que te esté haciendo daño te puede hacer feliz. Una relación sentimental, por ejemplo, donde hay más discusiones que palabras de amor, donde hay peleas, celos, desconfianza… te hace sufrir, no ser feliz. La felicidad, por tanto, debe ser buscada en la alegría, en lo que nos motiva a seguir adelante, en lo que nos reconforta. Nunca en lo que nos hace daño.

2. La felicidad se encuentra en muchas cosas a la vez: si centramos nuestra felicidad en una cosa, persona u objetivo, si no conseguimos lo que nos hemos propuesto seremos infelices de por vida. Hay que diversificar y encontrar en cada pequeño detalle y en cada día algo que nos haga felices.



Podemos tener un trabajo que no nos guste pero, en cambio, al salir, nuestras aficiones, familia o amigos pueden darnos todo lo que esa jornada laboral no es capaz de ofrecernos. Claro que hay momentos en la vida en los que nuestra felicidad queda secuestrada por algún motivo importante que capta toda nuestra atención: la enfermedad de un familiar, los exámenes finales… pero la vida continúa inexorablemente y, con ella, nuestra constante búsqueda de la felicidad. Si aprendemos a vivir encontrando esa felicidad dispersa, siempre tendremos un motivo para sonreír cada día.

3. La felicidad no es un regalo, hay que luchar para alcanzarla. En esta vida todo se consigue con esfuerzo, nadie nos va a regalar nada. Si tu sueño es ser mecánico, médica, arquitecto o cantante: lucha por ello. Ponlo todo de tu parte y confía en ti mismo: eres capaz de sobra. Vivimos en un mundo muy competitivo donde solo los mejores consiguen las metas que se proponen, pero ¿quién te dice a ti que no eres tú uno de ellos?

PABLO POÓ GALLARDO
  • 17.1.17
Ya pasó el revuelo creado por la Carta a mis alumnos suspensos. Y ahora, ¿qué? La educación no es una moda pasajera o un fenómeno viral de las redes sociales: es una cotidianeidad, una realidad que viven a día sus hijos, que acuden a los centros de enseñanza de nuestro país; ustedes, sus familias, que sufren como víctimas colaterales el deterioro progresivo del sistema educativo de nuestro país y nosotros, los miles de docentes que día a día lidiamos (enseñamos) en proporción treinta y pico a uno a los adolescentes patrios.



Me resulta especialmente sintomático que un mensaje tan básico como el que lanzaba en el vídeo, en el que solo resaltaba el valor del esfuerzo en nuestra formación como adultos y animaba a mis alumnos a dar lo mejor de sí, haya calado tanto en nuestra sociedad, cuando se cae por su propio peso de obvio. Pero, al parecer, los intereses relativos a la formación de nuestros jóvenes van por otros derroteros. No le veo otra explicación.

O nos implicamos en los cuatro pilares que sustentan el sistema educativo o el barco se nos hunde definitivamente. Claro que, a veces, pienso que sería bueno tocar fondo para empezar a remontar el vuelo de una maldita vez.

Familias, son ustedes el complemento imprescindible para nuestra labor docente. Si su hijo ha suspendido tres o cuatro asignaturas, las que sean, no pueden regalarle una videoconsola en Navidad: están creando adolescentes indolentes que creen que lo merecen todo por el simple hecho de ser ellos.

En clase se ven reflejados en ocasiones los comportamientos adquiridos en casa: si usted no hace que su hijo ponga la mesa, poco puedo hacer yo para que me entregue aquello que le pido. No dudo de que sus hijos sean personas maravillosas, pero tengan en cuenta que su manera de actuar es distinta en clase y en casa.

En el instituto forman parte de un grupo y, dentro del mismo, desarrollan un rol que no tiene por qué ser el de hijo ejemplar al que les tienen acostumbrados. Créannos: no somos el enemigo; trabajamos para que sus hijos tengan el mejor de los futuros posibles. Vengan a las tutorías, conozcan de primera mano el rendimiento académico de sus hijos, involúcrense. Si vamos a una, la mitad del camino está recorrido.



Políticos, ¿se han decidido ya a contar con docentes en activo para la redacción de las leyes educativas? El tan manoseado “Pacto por la Educación” no sirve para nada si los pactantes no han dado una clase en su vida. Bajen a la realidad, salgan de su burbuja y conozcan a pie de aula cómo se trabaja y cómo se estudia en los institutos de Secundaria de este país. También a los conflictivos, a ellos acudan en primer lugar, si es que su agenda se lo permite.

Compañeros, no perdamos la ilusión. Este trabajo es una putada en muchas ocasiones: frustraciones, vivir lejos de la familia, soportar la apatía y la mala educación de nuestros alumnos, la escasa valoración social… Pero te regala momentos maravillosos que superan con creces los desencantos del día a día.

Tenemos la suerte de dedicarnos al mejor trabajo del mundo. El que no quiera ejercerlo bien, que se vaya. Hay muchísimos docentes en paro con todas las ganas que le faltan a esos garbanzos negros que todos conocemos.

Chavales, jóvenes: espabilad o la vida os comerá con patatas fritas. Ahí fuera hay una verdadera jungla donde reina el principio del "sálvese quien pueda". O llegamos preparados, o empezamos mal la carrera de la vida adulta.

PABLO POÓ GALLARDO
  • 3.1.17
Espero que estés fastidiado por haber suspendido. Si te da igual es una mala, muy mala señal. Siempre me preguntas lo mismo: "¿Para qué quiero estudiar si yo voy a trabajar en el campo?"; o "¿para qué quiero estudiar Lengua si voy a ser peluquera?". No sabes nada de la vida. Y no lo sabes porque lo tienes todo.



A pesar de que en casa no entra mucho dinero, nunca te ha faltado de nada, porque tienes unos padres que se parten el lomo por ti para que, precisamente, nada te falte: tienes tu móvil, tus sudaderas un tanto horteras, te pagan tus botellones, tus videoconsolas... De puta madre todo.

Pero la vida no tiene nada que ver con la burbuja utópica en la que os envolvemos durante toda la ESO. La vida es una putada; y no te espera, no te comprende y no te hace recuperaciones. ¿Crees que cuando vayas a echar una beca fuera de plazo te van a aceptar la solicitud?

Aquí puedes traer la autorización para una excursión cuando te salga del alma, hasta te la cogemos en la misma puerta del bus: "pobrecito, no se vaya a traumatizar". ¿Crees que si no llegas a la nota media del ciclo que quieres estudiar vas a entrar por tu cara bonita? No, te vas a quedar en tu casa y te vas a comer tu título de Secundaria con patatas.

La vida no es la ESO. Desconfía de todos aquellos que quieren que seas feliz entre los 12 y los 16 años. Cuando seas mayor de edad les vas a importar un pimiento: "Hicimos todo lo que pudimos, adaptamos las asignaturas que no aprobaba, firmamos compromisos educativos por su mal comportamiento, le hicimos rellenar cuatrocientas doce fichas de reflexión... No entendemos qué pudo pasar".

Pasó que menos prepararos para la vida, hacen con vosotros de todo; y luego, en tu ciclo, cuando te pongan un examen de más de dos temas, no vas a tener genitales de aprobarlo. No porque seas tonto, sino porque no te hemos enseñado a estudiar, ni a esforzarte, ni a pensar.

Y dejarás el ciclo y volverás a tu casa con un papel que pone que has terminado la ESO y que ya me contarás para qué te sirve. Pero los que quisieron hacerte feliz hasta los 16, hicieron todo lo que pudieron, no vayas a pedirles cuentas. Estarán liados con otra generación.

¿Qué clase de contrato vas a firmar, si no te enteras de lo que pone en los textos que leemos en clase? Cuando te des cuenta, y eso con suerte de que te contraten, habrás estampado tu firma sobre un sueldo de mierda o sobre una jornada laboral eterna. Y si no haces lo que te dicen y como te lo dicen, a la calle. No eres especial, hay treinta más como tú deseando coger ese hipotético puesto de trabajo. "Hipotético" significa "supuesto". "Supuesto", "imaginado".

No te hace falta el Romanticismo para trabajar en el campo; tampoco para coger rulos. Pero sí para saber que, hace doscientos años, unos cuantos tuvieron el valor suficiente para hacerle frente a las normas de una sociedad que creían injusta, con la que no se sentían identificados.

Y tú, que no tienes referentes culturales, que leemos cualquier texto y en cada línea hay tres palabras que no entiendes porque es la primera vez que las escuchas, pensarás que hay cosas imposibles porque, simplemente, mientras rellenabas fichas de reflexión, nadie te enseñó que, antes que vuestra merced, varias generaciones ya lo habían conseguido.



Cuando te hablen desde el atril, aplaudirás como un idiota, te creerás sus monsergas; y todo porque no tienes sentido crítico. Porque nos tienen tan ocupados con la burocracia y con las nuevas triquiñuelas de cada ley educativa que nos imponen para aprobaros por la cara que ya no os enseñamos a pensar. Te echarás piedras sobre tu propio tejado sin darte cuenta, pero luego irás al bar y, en la barra, repetirás lo que quieren que repitas y, entre tus chapucillas y el paro, irás tirando.

Que no, que la vida no es como la ESO. Que estudiar asignaturas distintas te sirve para ampliar tu cultura y, con ella, tu mente. Parece mentira pero, en las mentes abiertas, es más difícil entrar. Una mente simple se conquista fácilmente: solo tiene una puerta. No puedes terminar una maratón si nunca has entrenado, por mucha capacidad física que tengas. No puedes terminar un ciclo o un bachillerato si antes no has adquirido un método y un hábito de esfuerzo y estudio.

Siéntete mal por no haber aprobado, piensa que tu futuro depende en gran parte de lo que hagas ahora. Y, a partir de la semana que viene, vas a venir a clase a dejarte la piel: vas a dejar de dormir en el aula y de pensar que no puedes sólo porque no lo intentas.

Vas a demostrar que no necesitas que te bajemos el nivel porque sabes que tienes capacidad de sobra. A partir de ahora me vas a entregar todo lo que te pida y como te lo pida, porque si no, pequeño, estás perdido. No ahora, seguramente te sacarás el título. Lo sabes tú y lo sé yo.

Pero a mí me importas de verdad porque nuestra relación no se acaba cuando cumplas dieciséis. Yo he firmado contigo un contrato de por vida.

PABLO POÓ GALLARDO
  • 22.11.16
Tus hijos –que son mis alumnos, vaya– hubieran votado a Trump. Las nuevas generaciones se están idiotizando a velocidades ilegales por autovía; y esto es algo que constato a diario en mi puesto de trabajo: soy profesor de Lengua y Literatura en un instituto público. Hace unos años solía ser bastante frecuente, cuando llegaba a casa después de un día de clase especialmente frustrante, volcar toda mi basura mental en las charlas con mi novia y decirle: “joder, es el curso con menos nivel que he tenido nunca”.



El año académico siguiente me devolvía a hostias a la realidad: “madre mía, si son peores que los del curso pasado”. Entonces recordaba las charlas en clase del año anterior, los "sin el título de la ESO no vais a ningún sitio"; los "yo soy de los pocos de mi grupo de amigos, que son todos licenciados, que tiene trabajo"; los "estáis perdiendo la capacidad de reflexión"; los "van a hacer con vosotros lo que quieran"... Y una mezcla entre arrepentimiento y pena comenzaba a juguetear con mi bilis, que se volvía extrañamente más amarga cada año.

Mis alumnos hubiesen votado a Trump, os lo juro. Los estoy viendo en fila en el colegio electoral, como los abuelitos hoy día con Felipe, preguntando a los policías locales: “¿La papeleta de Trump cuál es?”. Ni perdone ni mierdas: no los hemos enseñado a eso. A lo mejor se hubiesen traumatizado por la existencia de una jerarquía donde ellos no fueran la cúspide.

El instituto más cercano a una capital, de los catorce en los que he trabajado, estaba situado a unos sesenta kilómetros. Allí, y más adentro, lejos de las urbes, donde aún no hacen falta medidores de la calidad del aire ni semáforos, los rumanos vienen a quitarnos el trabajo. Que, a ver, que quizá tu padre cobre a la vez el paro y sea albañil, pero los que de verdad son unos hijos de puta son los gitanos, que no hacen nada y viven de las ayudas y los turnos del Ayuntamiento. Que, yo qué sé, a lo mejor tienes una Beca 6.000 y más de mil olivos, bueno, puede. Pero los moros vienen para varear tres días y arreglarse la boca en el dentista, que es gratis para ellos. Así piensan.

A mis alumnos se la sopla todo, o casi todo: no les toques el móvil. Al menos tú. Si te lo pide tu novio se lo das, que es algo celoso, pero es que "TKMMM 6/09/16 nunka t boy a djar".

–¿Es que tú no le miras el móvil a tu novia, maestro?

—No, cenutrio, no.

Para muchos de mis alumnos no hay homosexuales, hay maricones de mierda. Y a algún compañero, porque lo he vivido, se lo han gritado desde las ventanas de la primera planta cuando salía para casa.

—Bah, déjalo, Pablo, no merece la pena.

Entonces, mi sangre alcanzaba temperatura Varoma y de mis orejas, como en los antiguos dibujitos de la Warner, se escapan silbando en forma de vapor todos los desencantos acumulados.

Desde el momento en que el sistema educativo pierde su papel de ascensor social, la educación en sí deja de tener sentido. Y les ponemos las cosas muy fáciles: solo hay que echar un vistazo a los modelos de triunfo social que exportamos a través de los medios de comunicación. Mis alumnos ya no quieren ser médicos: quieren entrar en Gran Hermano.

Pero no hay que irse tan lejos. Echar la culpa a Telecinco es muy fácil; es el propio sistema educativo el que se está fagocitando desde dentro. Durante los cuatro años de la ESO y los dos de Bachillerato, eso que, con suerte, se cursa en tu mismo pueblo, el alumno vive en una burbuja que explotará sin remedio alguno cuando salga del centro y se enfrente a lo que llamamos vida: donde cobras un sueldo de mierda, donde si eres un vago te despiden, donde hay muy pocas segundas oportunidades y donde, si quieres mejorar, "fueras estudiao".

Hoy día, los docentes tenemos que motivar a los alumnos que el propio sistema desmotiva. Y si repites curso, no te preocupes, voy a enterrar en papeleo al desgraciado de tu profesor y tú, nenito, tranquilo, que vas a promocionar aunque suspendas todas las asignaturas. Es lo que se conoce como Promoción por Imperativo Legal. Me gustaría tomarme unas cervezas con quien la ideó.

El problema ya no es que nuestros alumnos, tus hijos, no sepan: es que ya ni hacen. Los estamos dejando sin unos instrumentos mínimos para desenvolverse autónomamente en la vida. Hagan la prueba: lean juntos un texto y pídanle interpretaciones personales, relaciones con otros hechos similares, extracción de conclusiones. Luego, lloremos juntos.

Yo hago con mis alumnos lo que quiero: los convenzo, luego los disuado, los manipulo, los confundo... Al final de la clase les digo lo que he hecho y les doy permiso, entre risas, para que me digan: “maestro, eres un cabrón”. Pero soy un cabrón porque me lo he currado; porque no me lo han dado todo hecho, porque me he tenido que esforzar para conseguir las cosas.

He tenido que sufrir injusticias, y así aprendí a reconocerlas y combatirlas; y todo ello me ha otorgado capacidad de análisis y reflexión; y eso es lo que no tienen mis alumnos. Por eso votarían a Trump, porque se lo creen todo y porque no dice cosas tan alejadas de su forma pleistocénica de pensar.

Hoy estábamos leyendo una crónica cultural sobre los Oscar de Hollywood y les pedí que identificaran cinco títulos con sus correspondientes premios, y no eran capaces de diferenciarme entre el apellido de algunos actores, algunos topónimos y los títulos en sí de las cintas.

Entonces paré la clase y les expliqué su error comparándolo con la elección del Balón de Oro, para que se dieran cuenta de que me estaban mezclando a Messi, con Suiza y con el Real Madrid. Y en sus risas vi dos cosas: ignorancia y complacencia. Luego les pregunté por Trump, y uno de ellos me dijo que era un tipo muy malo.

—¿Por qué? ¡Cuéntanos!

—Porque lo dice la tele, maestro.

PABLO POÓ
  • 1.3.16
Estimada Adelaida de la Calle. El sistema educativo público andaluz no valora adecuadamente la formación de sus docentes. El pasado cinco de febrero culminé una importante etapa de mi vida centrada en la investigación que me ha llevado a obtener el título de doctor en Filología Hispánica en la especialidad de Literatura. No ha sido una labor fácil: al hecho de tener que realizar todo el proceso sin ningún tipo de beca o ayuda a la investigación se sumó mi condición de docente interino.



En efecto, aprobé mis primeras oposiciones en 2008 y comencé a trabajar haciendo sustituciones un año más tarde, a finales de 2009. Desde entonces y hasta hoy he pasado por trece institutos distintos de las provincias de Jaén, Cádiz, Sevilla, Granada, Córdoba y Málaga.

Por su condición de investigadora imagino que entenderá lo difícil que ha sido compaginar un doctorado con la obligación de tener que vivir, no ya lejos de casa –todos los profesores sabemos que Andalucía es una región muy extensa y nos exponemos a la carretera cada vez que pedimos destinos– sino al carácter itinerante del interino: un mes aquí, dos allá, un par de semanas en este sitio y, ahora, un trimestre en este otro.

Pero con mucha voluntad y sacrificio logré terminar el doctorado. Y ahora constato que, a sus doctores, el sistema educativo público andaluz los ningunea sin remordimiento: no tengo ninguna clase de mejora laboral por ser doctor. Mucho menos al ser doctor e interino. Ninguna. Si me permite la comparación, hacer un curso de ganchillo me habría supuesto las mismas consecuencias en mi trabajo diario.

Habrá quien dirá, no sin razón, que si sabía de esta situación que no me hubiese embarcado en tal empresa (que usted, como catedrática universitaria e investigadora sé que conoce muy bien), pero no es esa la cuestión, porque entonces nos quedaríamos sin investigadores en España. Yo me he sacrificado porque quería ser doctor, porque creo en la investigación desde cada uno de los ámbitos científicos y porque la considero uno de los pilares fundamentales de progreso de una sociedad; pero me apena enormemente que no se valore esto en mi trabajo; máxime cuando se trata de la docencia.

En su apartado correspondiente, ser doctor suma +0,5 al baremo de las oposiciones. Del mismo modo, en su apartado correspondiente, cualquier curso de formación de 100 horas, de esos cuyo temario está colgado en Internet y tienes que enviar, hechas, entre tres y cinco tareas y responder a cuestionario final, esos cursos, puntúan +0,3. Con lo que, haciendo dos, ya sumas más que con un doctorado en tu currículum.

Me alegró enormemente su nombramiento como consejera de Educación. Por fin, pensé, una profesora, alguien dedicada a la docencia, alguien que ha dirigido una universidad, una investigadora. Por eso sé que entiende mejor que cualquier otro consejero de Educación con otras características formativas esto de que le hablo; por eso, también, le pido que haga algo, que modifiquen este sinsentido y que valoren adecuadamente la formación de los docentes.

¿Sabe usted, por ejemplo, que ser filólogo hispánico no supone ninguna prebenda para opositar por la especialidad de Lengua y Literatura? Imaginemos (conozco varios casos personales) un licenciado en Derecho que decida presentarse a las oposiciones de Secundaria por Lengua y Literatura. La última clase que esa persona recibió de la materia fue en COU o 2º de Bachillerato (dependiendo de su edad).

Si esa persona tiene la suerte (que es el principal componente de la oposiciones docentes tal cual están planteadas) y cae un tema que se ha preparado bien (un tema, ojo, ya que no se valora la formación global), esa persona podrá ser profesor de Lengua y Literatura siendo licenciado en Derecho.

Y se da el caso, como el de este que le habla, que siendo doctor en Filología, especialista en la materia, con varias oposiciones aprobadas, tiene que volver a pasar de nuevo por un procedimiento selectivo que ya superó y quedarse con las migajas que quedan de un sistema que necesita una revisión profunda.

Siguiendo en esta línea, y ya para terminar, ¿sabe usted en qué consiste el procedimiento de “adquisición de nuevas especialidades”? Es un proceso selectivo mediante el cual, en la presente convocatoria de oposiciones (para la que no sabemos aún la fecha), funcionarios docentes de cualquier especialidad podrán “cambiar” la misma adquiriendo una nueva.

La metodología es sencilla: imaginemos un biólogo, por ponerle un ejemplo de su especialidad académica. En estas oposiciones, si supera con éxito el examen oral de un solo tema del temario de Lengua y Literatura, el curso próximo este biólogo podrá dar clase de Lengua y Literatura. Sí. Tal cual.

El sistema educativo público andaluz no valora la formación de sus docentes y, desde que suprimieron las cátedras de Secundaria, no permite tampoco la promoción profesional. Me despido, la verdad, poco esperanzado en ver un cambio a corto plazo; pero espero que, con el tiempo, la cordura se imponga y valoremos en la práctica (y no sólo en la retórica) la importancia que un sistema educativo de calidad tiene en la sociedad.

PABLO POÓ
  • 9.12.15
Llegó tarde, como la mayoría de las cosas buenas de la vida, ya entrando el curso en esa etapa en la que todos los papeles están asignados y la clase repartida y las amistades hechas y tu maldita atención desbocada por el interminable ritmo diario de llevar varios niveles adelante. Ni su nombre ni su físico ayudaban. Eso fue algo que supe al verlo entrar por la puerta acompañado de la jefa de estudios el día que leíamos a Roald Dahl. Ella lo presentó porque él no quiso hacerlo y, cabizbajo, fue parsimoniosamente, encabezando una comitiva invisible, a sentarse en la segunda fila, en el pupitre que quedaba libre justo delante de mí.



—¿Has leído a Roald Dahl? –le pregunté en busca de la misma negativa que había encontrado minutos antes.

—Sí, he leído Charlie y Las Brujas –dijo mientras se subió con el dedo índice sus gafas redondas, caídas de mirar constantemente al suelo.

La clase acechó agazapada esperando el momento oportuno y lanzó en manada una risa estridente que rebotó en las paredes como una bala perdida. Odiaba que se rieran de la cultura, más aun en aquella ocasión: con aquel niño exponiéndose en campo abierto y el grupo dispuesto a empezar la cacería.

Siempre tuve la sensación de que no se vestía él, de que su madre le preparaba la ropa, aunque ella lo negara cada vez que viniera al instituto a tratar el tema de la no integración de su hijo. Vestía una clase de luto anticipado, precoz en un niño de su edad; claro que había tantas cosas precoces en aquella alma cristalina que quizá vestía de negro para que la luz no atravesase lo transparente de su alma.

Los días que me tocaba guardia lo observaba en el recreo: "¡levanta la cabeza!", le gritaba mientras me tocaba la barbilla, porque siempre miraba al suelo. Entonces lo llamaba y él se acercaba y me miraba desde abajo con sus grandes gafas redondas: “son como un empate a cero, maestro”, y yo me reía y me sorprendía a la vez de que con su edad ya dominase las metáforas, cuando debido al nivel del personal no podía empezar a explicarlas hasta dos cursos superiores al suyo.

El día que me enteré de la primera paliza me enfadé muchísimo. Hubiera entrado arrasando la clase y echando el pestillo por dentro. Nadie había hecho nada, por supuesto, y desde Orientación se nos pidió actuar con cautela porque el asunto había ocurrido en una calle del pueblo por la tarde, fuera de nuestro horario y competencia.

La madre no se lo quiso llevar. Llevaban toda su vida huyendo: primero de su madre –su abuela–, una tirana sacada de Bernarda Alba, descontextualizada en una sociedad que no vivía acorde con su manera de pensar; luego de su padre, un cabrón que no supo apreciar lo que la vida le había regalado y los molía a palos las noches que ella lo dejaba entrar borracho en la casa. No sabían siquiera si estaba vivo, y la verdad es que no nos importaba lo más mínimo.

Un día me hizo que leyera un relato que había escrito sobre su padre. Era el único de la clase que utilizaba oraciones subordinadas y los demás compañeros no entendían lo que él escribía. Al principio dudé de su talento y lo puse a escribir a traición delante de mí: fue entonces cuando vi la coreografía perfecta, armoniosa y espontánea que ejecutaba el bolígrafo entre sus dedos, y ya nunca más pude olvidarlo. No había rencor en sus palabras, tampoco pena. Los malos recuerdos eran encarnados por animales que merodeaban su existencia y su madre se relacionaba siempre con los días soleados o lluviosos que alternaban en sus escritos.

Era algo entre magnífico y aterrador bucear en sus líneas y, perdido entre sus palabras, su figura se me antojaba enorme, colosal erguida frente a mí. Entonces me olvidaba de que era un niño y le hablaba de Ganivet, de Hemingway, de Larra, de Virginia Woolf y él me miraba trascendente desde un punto de la existencia que sólo él habitaba y juro por Dios que parecía que sabía de lo que le hablaba.

El día que se fue me emborraché y estuve a punto de quemar algunas casas y el instituto. No podía mirar a nadie a los ojos; ni siquiera era capaz de verme reflejado en el espejo sin sentir asco. Cuando me llamaron a declarar tuve que reconocer que no me había dado cuenta de nada, que pensaba que eran cosas de chiquillos, que sí, que sabía que no se había adaptado bien y que le habían pegado fuera del centro y que alguna colleja también había visto por los pasillos y que, joder, habíamos puesto en marcha el puto protocolo y avisado a su madre.

Lo enterraron con las gafas puestas. “Empate a cero”, pensé. Pero a ver quién coño seguía ahora con el partido.

PABLO POÓ
  • 1.12.15
El principal problema al hablar de cualquier tema relacionado con la educación en España es que todo el mundo se da, no ya por aludido, sino por ofendido incluso. Esto me recuerda mucho a situaciones cotidianas en clase:

—El examen ha salido mal en general.

—¡Pero si yo he estudiado!



—No es posible que la mayoría de los días los deberes estén sin hacer.

—¡Pero si yo los hago!

Siempre se da por aludido alguien a quien no va dirigido el mensaje, mientras que los verdaderos destinatarios permanecen impertérritos, inmunes a cualquier clase de crítica y, lo que es peor, sin atisbos de intentar, siquiera, cambiar su actitud.

El lamentable estado del sistema educativo de nuestro país no es culpa exclusiva de los profesores: cada día me encuentro con que más familias se desentienden de la educación de sus hijos, relegándonos el rol de educadores. En la escuela hay que reforzar los comportamientos aprendidos en casa, no al revés.

Sufrimos unas leyes educativas que han sido tramadas sin contar con el profesorado en activo: pedagogos, asesores y políticos son los gurús que, sin haber tocado una tiza en su vida, se permiten el lujo de legislar sobre una materia en la que no tienen experiencia.

Tenemos, además, unos sindicatos lamentables: el que las oposiciones de acceso a la función docente sean tan injustas como lo son desde hace tanto tiempo no es sino un fracaso de los agentes sindicales, lo mismo que el aumento de horas lectivas semanales o la ratio de alumnos por clase. Para colmo, si eres interino, como es mi caso, no encuentras ningún sindicato con peso suficiente que defienda tus intereses: solo existen los funcionarios de carrera.

Los alumnos también tienen su parte de culpa, no son angelitos inocentes víctimas de un sistema en decadencia: viven muy bien acomodados a que se lo den todo hecho y gozando de derechos en número exponencialmente superior al de sus deberes (hay quien, incluso, aboga por suprimirlos). Y la inspección educativa, cómo no, también tiene su porción del pastel: se ha convertido en un monstruo devorador de burocracia. Papeles, papeles y papeles.

Hace poco, José Antonio Marina propuso que los profesores fuésemos evaluados por nuestra labor. Todo esto ha causado un gran revuelo en la comunidad educativa, que se ha lanzado en tromba contra esta idea. El señor Marina debería haber matizado mucho más su propuesta: ¿qué criterios serían los aplicados para dicha evaluación? ¿Quiénes la llevarían a cabo?... Vale. Pero yo me pregunto, ¿de qué tenemos miedo?

No tengo ningún temor a que sea evaluada mi labor porque considero que hago un buen trabajo. Marina habló de los “malos profesores”, que deberían cobrar menos, y todos saltamos a la yugular ofendidos porque nos estaban llamando malos profesionales. Yo en ningún momento me sentí aludido ni ofendido, porque sé que no soy un mal profesor. Y la inmensa mayoría de los indignados tampoco deberían estarlo, porque pongo la mano en el fuego por ellos y comprometo mi palabra en pos de su profesionalidad.

Pero hay otros que se enfadaron con razón: los malos profesores. ¿Hay malos profesores? Sí, claro que los hay. Seguramente habrás coincidido, si no como compañero, como alumno, con alguno de ellos.

Los profesores que trabajamos día a día en los institutos nos conocemos muy bien: sabemos quién trabaja y quién no. Sabemos quién colabora y quién no; sabemos quién se preocupa por los alumnos y quién no, no me fastidies. Y yo he conocido malos profesores. Y me ha dado mucha rabia que tuvieran una plaza fija mientras que yo, con mis dos oposiciones aprobadas, aún tuviera que ir sacrificando un año de mi vida sí y otro no por conseguir la plaza que esa persona deshonraba.

Claro que hay malos profesores, como hay malos médicos, malos bomberos, malos políticos y malos periodistas; pero no deberían cobrar menos, deberían no ocupar esa plaza y dejar paso a un buen profesional.

La calidad de un profesor no se mide por su número de aprobados, eso es un error mayúsculo que solo denota desconocimiento del sistema educativo, una enfermedad demasiado extendida en este país. Tampoco me puede evaluar un agente externo, debe ser alguien cuyo día a día se desarrolle entre las paredes de un centro educativo. Y no solo hemos de ser evaluados los profesores, aunque sea más fácil ponernos en el punto de mira.

Actualmente trabajo en un centro que tiene un magnífico plan de evaluación interna que es una excepción en los 13 institutos por los que he pasado desde 2009, cuando debería ser la norma. A lo largo de casi 10 páginas, y en distintos apartados, la directiva y los Departamentos de Innovación Educativa y Orientación... (sé lo que estás pensando. No tienes una buena directiva, ¿verdad? Ellos también son evaluados por el claustro. El jefe de Departamento de Innovación es amiguete también del director o no hace su labor, ¿verdad? También es evaluado. El orientador también, tranquilo). Como decía, a lo largo de unas 10 páginas se evalúa nuestra labor como profesores en múltiples apartados.

¿Da sus clases o pone a los alumnos a hacer deberes mientras se dedica a otras cosas? ¿Prepara las clases e intenta actualizarlas cada curso? ¿Plantea propuestas de mejora? ¿Cumple con ellas? ¿Entrega todos los años la misma programación didáctica solo cambiando la fecha o introduce pequeños cambios en función de lo vivido el curso anterior?

¿Entrega la documentación que se le pide? ¿Muestra respeto por sus compañeros? ¿Promueve la lectura y cualquier clase de hábito cultural? Una decena de páginas que la única variación al sí o no que admiten es el a veces. Desde dentro y con una amplia valoración global es la única manera objetiva de evaluar a un profesional docente.

La práctica totalidad de la plantilla de maestros y profesores de este país son excelentes profesionales. Te lo digo yo que me dedico a esto. Como en todos sitios, hay ovejas negras, pero son la excepción; por eso de nuevo me pregunto ¿de qué tenéis miedo?

PABLO POÓ
  • 24.11.15
Enterramos a mi abuelo con las manos cruzadas sobre el pecho. Encarnación se encargó de amortajarlo antes de la vela y, por falta de ayuda, colocó el cadáver de mi abuelo con los brazos extendidos a ambos lados de su cadera. Cuando llegaron los hombres, las mujeres comenzaron a abandonar poco a poco la casa. Se propusieron terminar la tarea de cruzarle las manos sobre el pecho en un par de horas, pero viendo que cumplía el plazo y que no eran suficientes, decidieron llamar a José, que había trabajado al lado de mi abuelo desde que existían registros escritos en el pueblo.



José conocía bien el carácter de mi abuelo y sabía que no estaba por la labor de dejarse cruzar las manos sobre el pecho. Él prefería la posición de soldado firme, con los brazos extendidos a ambos lados de la cadera, como lo puso Encarnación.

Después de un par de horas apareció José por la puerta del bar de arriba del pueblo, adonde los hombres habían ido a beber cerveza en previsión de que la charla con mi abuelo fuera más larga de lo previsto, y les indicó con un movimiento de cabeza que todo estaba preparado.

Los cuatro hombres más fuertes del pueblo agarraron el pulgar derecho de mi abuelo y comenzaron a tirar hacia arriba, mientras el resto de la compañía sujetaba la palma de la mano con los brazos extendidos hacia arriba. José daba las indicaciones precisas desde el otro costado, no le gustaba hablar con nadie que no fuera su madre o mi abuelo; había sido una de las personas que más sintió su pérdida, como yo.

Los gritos de alegría que provenían de las casas altas me despertaron de madrugada. “Ya le han cruzado las manos sobre el pecho”, dijo mi madre desde el otro lado de la pared. “Niño, vístete que nos vamos a la vela”. Pero yo había tomado la precaución de dormir vestido por si ni aún la conversación con José hubiera convencido a mi abuelo de que se dejase cruzar las manos y necesitasen mi ayuda en última instancia para hacerlo entrar en razón.

Parientes de todas las procedencias, incluso de más allá del valle, abarrotaban la casa donde hicimos el velatorio. Yo esperaba sentado en las escaleras cualquier indicación de mi madre o de Encarnación, pero estaban tan atareadas recibiendo los pésames de la gente que apenas tenía tarea por hacer. Entonces saltaba hacia el poyete de la ventana y me asomaba sosteniéndome a pulso para ver a mi abuelo en el interior de la habitación donde todos se despedían de él.

Lo veía observar de mala gana a todos los asistentes, ignorando las cariñosas palabras que le dedicaban y los cuánto te echaremos de menos y los qué vamos a hacer ahora y los por qué te has tenido que ir con lo que te necesitamos todavía.

De vez en cuando sentía sus pupilas clavadas en las mías y entendía perfectamente la frustración que sentía mi abuelo allí tumbado, escuchando a gente con la que no tenía ganas de hablar y, encima, con los brazos cruzados.

El tercer día después de la primera semana de vela, ya casi todos los compromisos habían desfilado por la casa para mostrarnos sus condolencias. Mi madre comenzaba a dar muestras de cansancio, pero Encarnación se esmeró más que nunca matando el cochino que habíamos cebado durante los dos últimos años y preparando comida en abundancia en previsión de que, con la proximidad del entierro, todo pudiese alargarse aún más.

Como no me dejaban entrar ni a solas ni acompañado en la habitación donde estaba mi abuelo, a pesar de la gran cantidad de veces que me indicó con la cabeza que pasara cuando me veía apoyado en el quicio de la puerta, no me quedaba más remedio que continuar observándolo, a hurtadillas, sostenido desde el poyete de la ventana.

La última vez que lo vi entendí claramente su intención de huir antes del entierro y no volver a aparecer por allí, pero no quiso hacerlo sin antes despedirse de mí, aunque fuera desde la ventana. Yo le dije que lo entendía, que, incluso, si estuviera en su situación no habría esperado tanto tiempo para marcharme; es más, ni siquiera me hubiera dejado cruzar los brazos aunque hubieran hablado conmigo José, Encarnación o todo el pueblo junto.

Entonces comenzaron a temblarme los brazos de mi propio peso y tuve que bajar para descansar, pero, cuando volví a asomarme, mi abuelo ya no estaba allí.

PABLO POÓ
  • 14.11.14
Nunca he encontrado inconveniente alguno en el hecho de ponerle nombre de persona a una mascota. Tuve un pez que se llamó Manuel –aunque en casa le decíamos "Manolo" porque era como de la familia– y una gata a la que le pusimos Christie por el juego de palabras.

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Hace unos años decidí dar el salto al mundo de las mascotas aladas y me compré un loro con un plumaje tan señorial que no tuve más remedio que añadir dos apellidos después de su nombre: Alfredo González León.

Alfredo era la envidia de todos los canarios y periquitos de la comunidad, que lo miraban recelosos desde sus minúsculas jaulas disfrutar del loft a doble altura amueblado al que se asemejaba la suya.

Con el tiempo, fui cogiéndole un cariño tal que, a pesar de que siempre he estado soltero, llegué a tratarlo como si de mi hijo se tratase; y como todo buen padre quiere para sus vástagos, al menos en la teoría, la mejor de las educaciones, no dudé en matricularlo en el instituto que había a dos manzanas de mi casa y que tan buenos resultados académicos había obtenido desde la implantación de la LOGSE

El cambio de la jaula al aula fue complicado para Alfredo. El primer día de clase tuvimos que soportar las miradas inquisidoras del resto de los alumnos, de sus familias y de los profesores del centro, que no daban crédito a la condición alada del nuevo alumno del instituto.

En Secretaría me recriminaron la ocurrencia de haber matriculado a un loro ocupando una plaza que podría estar disfrutando cualquier niño residente en la zona o hermano menor de otro alumno ya matriculado; pero alegué que el día que di sus datos para la matrícula, nadie puso ningún impedimento a Alfredo González León.

La discusión concluyó en el despacho del director quien, temiendo las posibles repercusiones mediáticas y políticas que la discriminación de Alfredo suponían en la escuela inclusiva de la que estaba tan orgulloso, optó por matricular al loro como un alumno más.

El primer curso de la ESO fue un desastre para mi ornitológico hijo. Fueron muchos los partes de incidencia que, firmados por casi la totalidad de profesores del equipo educativo de la clase de Alfredo, me llegaron a casa: comía pipas en clase, se hacía caca en las mesas de sus compañeros y nunca llevaba hecha la tarea a pesar de que yo le preguntaba cada tarde: “¿Has hecho los deberes?”, a lo que me respondía: “hecho deberes”.

Como no podía ser de otra manera, Alfredo repitió curso. Para mí fue una decepción enorme: uno pone en su hijo todas las expectativas que, por este o aquel motivo, no ha sido capaz de alcanzar en la vida. Yo nunca fui un buen estudiante, y no quería por nada del mundo que Alfredo siguiese mis pasos, así que le animé a que en esa segunda oportunidad que le daban repitiendo se esforzase todo lo posible y consiguiese sacar el curso adelante; pero mis consejos, charlas y súplicas cayeron en saco roto; Alfredo volvió a suspender primero de ESO al año siguiente y pasó a segundo con todas las asignaturas pendientes.

En mis múltiples charlas con el tutor y la orientadora siempre salían a relucir los mismos temas: que estaba en una edad muy complicada, que le estaba costando mucho trabajo asimilar el cambio de la jaula al aula, que debía contar con un espacio de estudio propio (para lo cual compré una pequeña mesa de estudio con un flexo a juego en una tienda de mascotas) y que, probablemente, la falta de una figura materna en el seno familiar era un factor clave para explicar su mal comportamiento en clase.

Espoleado por las medidas de seguimiento que, desde el Departamento de Orientación, obligaron a los profesores a cumplir, Alfredo fue mejorando durante el segundo curso de la Educación Secundaria Obligatoria: dejó de comer pipas durante las horas de clase y consiguió refrenar su adicción hasta que llegase el recreo. Dejó de revolotear por las mesas de los compañeros y, lo que es más importante, comenzó a estudiar.

Los escasos avances, siendo sinceros, que lograba Alfredo eran muy tenidos en cuenta por el claustro de profesores del centro. En la mayoría de asignaturas, Alfredo tenía una adaptación curricular del contenido, que se amoldaba a las peculiaridades de mi vástago y a su nivel de conocimientos y esfuerzo.

Lengua y Literatura, por ejemplo, la aprobó gracias a su pico de oro, Educación Física, gracias a su habilidad para caminar sobre la barra fija; para Ciencias Naturales, en cambio, se tuvo que esforzar más, dado que al profesor en cuestión, que yo creo que le tenía cierta animadversión, no le bastaba con que supiese diferenciar las pipas de girasol del alpiste, sino que le hizo diferenciar entre sí varios tipos de pipas y varios de alpiste.

El caso es que tras repetir también segundo de la ESO y teniendo en cuenta su buena predisposición al aprendizaje, buen comportamiento, evolución positiva y situación familiar desestructurada, Alfredo, en su cuarto año en el instituto, pasó a tercero por imperativo legal, pero dentro del programa de Diversificación Curricular.

¡Qué orgullo! Mi hijo, mi Alfredito, afrontando ya el segundo ciclo de la Educación Secundaria Obligatoria española. En “Diver, rooar”, como él la llamaba, tenían determinadas asignaturas fusionadas en “Ámbitos”. Así, Lengua y Ciencias Sociales conformaban el Ámbito sociolingüístico; y Matemáticas y Ciencias Naturales el Ámbito científico tecnológico, pero mi hijo, y esto era algo en lo que coincidía la orientadora, había cambiado para bien, había madurado.

Cuando en Ámbito sociolingüístico explicaba el profesor que Lorca era un poeta de la Generación del veintisiete, Alfredo contestaba orgulloso: Lorca, Generación del veintisiete. Y cuando intentaba que el resto de la clase comprendiese que los fonemas son las unidades más pequeñas de la lengua sin significado, él respondía: ¡Fonemas! La sintaxis, la verdad, no se le daba nada bien. Yo, en casa, intentaba ayudarlo, pero no conseguía que cogiese siquiera el bolígrafo, él era más de explicaciones orales.

Alfredo aprobó tercero de diversificación gracias a su desparpajo oral, pues repetía a la perfección la lección que le explicaban los profesores; a su buen comportamiento en clase (me contaban, incluso, que a veces agachaba la cabeza para que le rascara debajo del plumaje el profesor de inglés) y, también he de decirlo, a cierta dejadez de funciones de algunos profesores que le daban clase a primera o última hora de la mañana.

Un año más tarde, y siguiendo con esta línea evolutiva escolar, Alfredo llegó a ser el mejor de su clase en el último año de su paso por el instituto. Era un alumno popular, querido por el resto de sus compañeros, que incluso lo eligieron delegado de clase y estuvo a un par de votos de entrar en el Consejo Escolar.

Nunca olvidaré el día de su graduación. Eso es algo que recuerdo cada vez que, en el salón, veo en el lugar que antes ocupaba su jaula, el título de Graduado en Educación Secundaria de Alfredo González León.

PABLO POÓ
  • 8.11.14
La ciudad despertó, lentamente, con legañas en las ventanas. Sus habitantes tardaron un poco más en bajar de la cama y lo hicieron con la típica crisis de cerebro matutina. Todo parecía correctamente cotidiano y habría sido un día más, sin pena ni gloria, de no ser por ese intenso olor a azufre que todo lo impregnaba.

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El día anterior, el del Armageddon, había sido una movida descomunal. No podíamos decir que nos hubiese cogido desprevenidos, la verdad. Son muchas las religiones que nos habían hablado del evento y, tras varios siglos de lucha por poder escoger la que a cada uno le diese la gana, ya podríamos haberles prestado un poquito más de atención.

Además estaban aquellos programas pseudodocumentales que hablaban del asunto invitando a supuestos expertos en la materia y que, a escondidas, tanta gente seguía; por no hablar del filón que suponía para la industria del cine el tema del apocalipsis y los millones de dólares que se habían enfundado a costa de destruir al planeta y a su civilización de las formas más variopintas.

Sea como fuere, allí estábamos todos, apestando a azufre. Bueno, todos, todos, no; para ser sinceros allí sólo quedábamos los condenados, los no elegidos. Resultaba imposible describir el espectáculo de aquellos millones de enchufados desafiando cualquier ley física conocida ascendiendo al cielo como propulsados por algún tipo de mini cohete a reacción.

Yo intenté engancharme a la pantorrilla de uno, a ver si colaba, pero menudo genio gastaba el santo, que de una patada seca se zafó de mi abrazo dando con mis condenados huesos en el suelo.

Ahora solo nos quedaba esperar; se suponía que teníamos que esperar a que Dios se despertase. Decían, incluso, que tenía resaca, así que, quizá, se levantaría más tarde de la cuenta. Luego imagino que decidiría qué hacer con nosotros.

Pero bueno, entretanto aún tenía tiempo para darme una vuelta por la ciudad y echar un ojo al personal que se había quedado en tierra. A base de respirarlo, había ya asimilado el olor a azufre y apenas podía decir que me molestase.

Algunos incrédulos pululaban alrededor de las iglesias desiertas (ya he dicho que los santos se había ido con pasaje de primera el día anterior) sin descartar la idea de que su abandono en tierra podría deberse a un error. Yo los miraba con entre pena y sorna rezar, desesperados, en corros, cogidos de la mano, demostrando diversos grados de arrepentimiento, según lo que pesase en el curriculum de cada cual.

Seguí avanzando por la avenida que daba al Ayuntamiento. Podría haber dicho que, deambulando por la ciudad, me topé con él y que, ya de paso, curioseé sobre quién se había quedado en tierra y quién había ascendido, pero la verdad es que fui a cosa hecha. Hasta con cierto grado de mala intención, la verdad. Y allí estaban casi todos, con sus trajes de los domingos, esos que se ponían para ir a misa a comprar la salvación de su alma y que, a juzgar por la situación, de poco les ha servido.

Alguno, incluso, mantenía conversaciones telefónicas con ciertos altos cargos del clero que, sorpresivamente para ellos, también se habían quedado en tierra apestando a azufre, intentando obtener un salvoconducto de última hora por el que llegaban a ofrecer cantidades insultantes.

—Por menos de la mitad le expido yo uno ahora mismo –le dije al concejal de Sanidad interrumpiendo su llamada.

—¿Cómo dice?

—Soy buldero –dije entre risas- ya sabe, como el del Lazarillo.

—¡Váyase usted al infierno! –me gritó acompañado de algunos esputos.

Le dije que en eso estábamos sin darme siquiera la vuelta. Era ya casi el mediodía y en muy pocas ocasiones perdono la cerveza de antes de comer.

PABLO POÓ
  • 25.10.14
La patronal oracional y los tres sindicatos mayoritarios de oraciones subordinadas no consiguieron llegar a ningún acuerdo tras varios meses de intensas negociaciones, por lo que se decretó, hace ya hoy varios años, la primera huelga de oraciones subordinadas en busca de una equiparación gramatical que venían reclamando desde hacía tiempo.

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El seguimiento, como era de esperar, fue masivo en todos los ámbitos y sectores en los que se llevó a cabo; así, por ejemplo, en las escuelas, los alumnos al enterarse de que, decidieron y, finalmente, acordaron. Los profesores, por su parte, ante el desconcierto comunicativo provocado por la huelga, convocaron una reunión para en los institutos en que.

Varios piquetes informativos ejercieron con vehemencia su labor en las principales estaciones de metro de la ciudad, donde. Los ciudadanos, estupefactos ante los inesperados circunloquios que se vieron obligados a, no pudieron más que.

Tras varias horas de huelga salvaje, el Gobierno se vio obligado a y convocó al ejército, quien. Los tanques que, incluso los aviones en los que, invadieron las principales ciudades del país obligando a.

Cautivo y desarmado el último bastión de subordinadas sustantivas que se había refugiado en el tejado del Congreso desplegando una pancarta en la que se podía leer: "Insubordinación, únete a la rebelión", la situación volvió a la normalidad.

Los principales cabecillas fueron recluidos en prisión sin fianza. La Constitución, incluso, se modificó para anular el derecho a huelga del colectivo de las oraciones subordinadas; aunque hoy, por desgracia, ya nadie habla de aquello.

PABLO POÓ

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