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Pablo Poó | La triste verdad

La inversión en material TIC (equipos informáticos) para un centro educativo, si no va acompañada de su correspondiente programa de mantenimiento, es dinero tirado a la basura. Este axioma, que cae por su propio peso de obvio, es ignorado constantemente en la gestión económica de nuestro sistema educativo. Ni uno solo de los catorce institutos por los que he pasado –ni uno solo– contaba con una infraestructura TIC completamente funcional.



Hará cosa de una década, la Junta de Andalucía puso en marcha un ambicioso programa de dotación de equipos informáticos para los centros educativos. El objetivo propuesto era que, como mínimo, existiera un ordenador por cada dos alumnos. Algo grandioso y digno de alabar. En principio, claro.

Por si esto no fuera poco, se intentó que cada aula de cada instituto, con instalación gradual dada la gran extensión de la comunidad autónoma, tuviera una pizarra digital. Para los legos, una pizarra táctil dotada de proyector, altavoces y conexión a Internet.

La situación, por idílica, parecía irreal. Ahí estaban esas aulas 2.0 con sus ordenadores con pantalla plana, teclado y ratón para cada pareja de alumnos, con sus pizarras digitales y su conexión wifi global para todo el centro. ¿Finlandia? ¡No, Andalucía! La comunidad líder en abandono escolar.

Obviamente, y teniendo en cuenta la manera de hacer las cosas a la que nos tienen acostumbrados en este país, la situación solo podía empeorar: pronto caímos en la cuenta de que los docentes no contábamos con ninguna clase de software educativo que nos permitiera, no ya impartir nuestra materia con contenidos multimedia, sino controlar las CPU (los ordenadores) de los alumnos.

Imaginen la situación: un profesor delante de 20 pantallas a las que solo se le ven los cables enchufados por la parte de atrás.

—Jaime, apaga la pantalla.

—¡Está apagada, maestro!

—Saray, ¿qué estás haciendo?

—Nada, maestro, ya lo apago…

Y así hasta que se aburran. Pero bueno, teníamos materiales, ¿qué más se podía pedir?

Con el tiempo, el desgaste propio del uso y el vandalismo también propio de algunos adolescentes comenzó a hacer mella en el estado de mantenimiento de este casi recién estrenado material TIC. Las pantallas comenzaron a fallar (algunas no encendían, otras estaban ralladas…), los ordenadores dejaron de funcionar, sobre todo aquellos en los que los alumnos insertaban trozos de papel, de chicles, de papel de aluminio o de rodajas de salami en sus disipadores y ventiladores. La verdad, todo sea dicho, es que el salami calentito olía bastante bien.

Entonces ya no era práctica la división de los alumnos por parejas en los portátiles. Como ya no funcionaban todos, las agrupaciones debían ser mayores. El jaleo en la clase también, en proporción directamente proporcional, valga la redundancia.

Con el tiempo, los ordenadores dejaron de ser funcionales. No es que se quedaran anticuados, que también. Tampoco es que tanto salami y papel de plata en su interior los ralentizara hasta la extenuación, que también. Es que no tenían ninguna clase de mantenimiento: ni actualización del sistema operativo, ni de los navegadores, ni de nada. Todo se controlaba desde Sevilla y hasta que desde allí no caían en la cuenta de que nuestros ordenadores ya no eran capaces de abrir ni Youtube, no liberaban las actualizaciones. Para cuando llegaban, obviamente, ya no los necesitábamos: el ordenador había muerto.

Con las pizarras digitales ocurría tres cuartos de lo mismo: cuando se estropeaba por el motivo que fuera (ojo, no digo que porque los alumnos jugaran con ellas en los descansos entre clases) solo te quedaba ponerle una vela al técnico para que viniera lo antes posible. Había veces que no venía, como una vez que se me estropeó la pizarra de un segundo de ESO en febrero y ya, hasta junio, tuvimos que usar la tiza y el borrador. Más rústico, sí, pero inmensamente más efectivo: se lo crean o no, este sistema no se nos estropeó nunca.

Como quiera que el material informático se iba estropeando y sus correspondientes soportes en las clases se iban pervirtiendo (en mi tutoría ponemos macetas donde antes iban las sujeciones de las pantallas. No es muy digital, pero queda precioso), en un segundo Plan Marshall de digitalización, al Gobierno de mi comunidad se le ocurrió regalar miniportátiles a los alumnos para que los usaran en clase.

Sí, regalarlos, nada de dotar al centro de infraestructura, que se veía con nitidez que no había funcionado. La calidad de los portátiles era tan reducida como su tamaño o la duración de su batería, así que volvimos a tener el mismo problema, pero esta vez iba y venía de casa: cuando te disponías, rebosante de ilusión docente, a usar los portátiles resulta que un 25 por ciento de la clase no se lo había traído a pesar de tus avisos; que a un 50 por ciento solo le quedaba batería para diez minutos; que un 10 por ciento tenía rota la pantalla y no veía nada; que otro 10 por ciento tenía problemas para conectarse a la única red wifi del instituto; y que el 5 por ciento restante estaba ya, por su cuenta, en la web de “minijuegos”, en la ronda de penaltis de la final del campeonato.



Con el tiempo y el uso, los portátiles se fueron estropeando, pero no pasaba nada: cada nueva generación venía, en lugar de con un pan –pues lo traían guardados en la mochilas para comerlos en el recreo–, con un nuevo portátil bajo el brazo.

La inversión anual ignoraba todos estos problemas hasta que, un buen año, la crisis dijo “basta” y la situación se desmadró: dejaron de regalar miniportátiles y la situación se volvió esperpéntica: cursos con portátiles; cursos sin portátiles; cursos con la mitad de los portátiles rotos; cursos con la mitad de los portátiles vendidos... Total: chicos, dejadlos en casa.

Pero, bueno, siempre nos quedará el aula de Informática, ¿no? Pues no. En mi centro, de los aproximadamente quince ordenadores que la componen, apenas funcionan siete. Las pantallas de rayos catódicos son todo un canto a la decoración vintage y los teclados están mellados como niños de siete años, pues los alumnos tienen la extraña costumbre de arrancar las teclas y coleccionarlas hasta tener el número suficiente para formar sus propios Scrabbles. Del rendimiento de los ordenadores, anclados a principios de los 2000, mejor ni hablamos, tardaría demasiado, igual que ellos en arrancar o ejecutar cualquier programa.

Hoy día, como el Equipo A, sobrevivimos como soldados de fortuna. De las cuatro aulas en las que imparto docencia solo funciona la pizarra digital de una. Bueno, realmente es la única que la tiene. En el resto tenemos proyectores (unos funcionan y otros no) y pantallas que se enrollan con más o menos agujeros enmendados con cinta americana. Eso sí, contamos con algo que nunca falla en todas las aulas: la pizarra y la tiza.

De todo lo expuesto entenderán que el uso de las TIC y la innovación educativa relacionada con las nuevas tecnologías, en determinados contextos educativos, resulte casi imposible a pesar del empeño de algunos profesores que, extenuados de tanto remar contra la corriente, terminamos rindiéndonos ante la evidencia.

PABLO POÓ