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Jorge Bucay: “Hay gente que teme más el símbolo que la realidad. Y suelen confundir lo metafórico con lo real”

Médico y psicoterapeuta, Jorge Bucay (Buenos Aires, 1949) es autor de más de veinte libros traducidos a treinta idiomas. En Cuentos clásicos para conocerte mejor relata con un lenguaje moderno 15 cuentos clásicos. De este modo, descifra en este volumen, a partir de estos cuentos, el comportamiento humano: nuestros miedos, fantasías e ilusiones.



La obra nos conecta con personajes de nuestra infancia: desde El patito feo a La bella durmiente o Caperucita Roja. Frente a la moraleja tradicional, propone una nueva interpretación personal que nos llevará mucho más lejos y nos permitirá ahondar en lo peor y en lo mejor de nosotros mismos.

—Los cuentos cuentan con sus propias fórmulas que ya nos son familiares. “Había una vez” o “Abracadabra”. ¿Cómo arrancaría el texto de un cuento suyo?

—Yo arrancaría diciendo: “Había una vez que se repitió tanto que se murió en realidad”.

—Cada cuento contiene su propio lenguaje, su mensaje, su código secreto. No sé si cada cuento, a su vez, podría ser muchos cuentos.

—Cada cuento abre nuevas puertas para que cada cuento dé lugar a otros cuentos. No es que cada cuento sea muchos cuentos, pero seguramente abre las puertas de otros cuentos. Y de hecho sabemos que cada personaje de cada cuento ha sido producto y protagonista de un cuento después.

—Dicen los poetas que “el cuento es una forma de rebeldía contra la muerte”. ¿Tal vez porque transmiten la experiencia de lo vivido?

—Por eso y porque además es capaz de traspasar el tiempo. Todos los cuentos que contamos son cuentos ancestrales. Tienen 500, 600 o 700 años. Y están allí. Vivitos y coleando. Gozando de muy buena salud.

—¿Tiene algún sentido adaptar historias inventadas para adultos y transformarlas en cuentos para los niños? ¿Tan mal andamos de imaginación para no saber crearles historias propias?

—Eso es una discusión eterna. Eso ha permitido que algunos niños lleguen a su acceso y también ha impedido que conozcamos la versión original de esos cuentos. Es decir, que es una buena y una mala. Creo que tiene sentido.

—Introducción, desarrollo y moraleja. Siempre la misma estructura. ¿No habrá llegado el momento de reinventar el cuento?

—Bueno, ese es el intento de este libro. No reinventar el cuento, pero sí de reescribirlo. Hablarlo con nuestras palabras para contar nuestras propias cosas y para ver qué luz arroja este cuento tan viejo a estos problemas supuestamente tan nuevos.

—Usted es uno de los escritores de libros de autoayuda más exitosos del mundo. Buscamos en el mundo, tal vez, algo que no hallamos. ¿A los niños les ocurre igual?

—Los niños buscan cosas más concretas, creo yo, o más importantes, me parece. Los niños buscan ser amados, ser respetados, ser educados. Porque eso es lo que quieren de verdad. Y ser contenidos cuando no pueden con sus propias emociones.

—Estos cuentos infantiles fueron creados para adultos. Eran cuentos de terror y de horror. Aunque algo ya hermoseados, se los dimos a leer a nuestros hijos. ¿Hasta ahí todo bien?

—Hasta ahí todo bien y todo mal. Porque no deberíamos haber dejado atrás la otra versión, la versión original. Mi intención no es evitar la versión edulcorada, es sumarla a la versión edulcorada, que es lo que debió hacerse desde el principio.

—Para usted, ‘El patito feo’ representa la metáfora perfecta de las experiencias de rechazo en la infancia. Lo que hoy podría ser una situación de acoso. Que no sobran.

—Sí. Representa eso y además representa un canto existencial a lo que significa la realización como persona. Creo que ‘El patito feo’ nos encarna a cada uno cuando transita el lugar de describir quién es para después salir a su camino a enfrentarse con sus riesgos y encontrarse con sus pares para seguir adelante.

—En su libro, cada cuento enfoca un aspecto de la sociedad moderna. En Pinocho, por ejemplo, qué podemos hacer para volver a ser humanos.

—O para transformarnos en humanos directamente. Nos hemos vuelto de madera, amigo, en algunas cosas (ríe).

—Dicen los hermanos Grimm y usted repite: “Los cuentos se pueden usar para dormir a los niños o para despertar a los grandes”. ¿Usted con qué fin los utiliza?

—Bueno, en algunos momentos, cuando mis chicos eran pequeños, para dormir a los niños (ríe). Después empecé a entender esto de despertar a los grandes y hoy intento ayudar a que algunos se despierten a su vida verdadera.

—Esta frase es suya: “Somos lo que sentimos, no lo que pensamos, aunque intentemos mostrarnos como lo contrario”. ¿Y eso cómo se hace?

—Eso se hace dejando de privilegiar el intelecto, empezando a conectarse con los sentimientos y dándole la importancia que tienen. Mucho más importante es lo que siento, porque es mucho más esencial en mí. El intelecto es la prostitución del pensamiento, podemos decir. Mientras que tu corazón, tus sentimientos, esos nunca te engañan.

—Juguemos según propone en su libro. Cámbieme el arranque y el final de ‘Caperucita Roja’.

—Te cambio el arranque. Caperucita era una niña rebelde, caprichosa, que quería hacer lo que quería. Y la madre quería respetar su capacidad de ser. La madre, entonces, le enseñó cómo hacer para conocer al lobo. Caperucita fue por voluntad propia al bosque. Y cuando lo vio, lo reconoció enseguida. Nunca se dejó engañar e hizo su propia vida con felicidad.

—En la posguerra, en España se representaba en los teatros ‘Caperucita azul’ para evitar poner el adjetivo rojo. ¿Qué le parece esa versión?

(Ríe). No. No sabía. ¿De verdad es eso? Qué locura. Bueno, hay gente que teme más el símbolo que la realidad. Y suelen confundir lo metafórico con lo real. Y esto es la razón por la que a veces uno se pierde en el lenguaje metafórico.

—Invéntese un cuento de 140 caracteres o algo más que logre sobrevivir a estos tiempos. Precisamente por su brevedad.

(Ríe). Voy a citar un cuento que no es mío porque pienso que es el cuento que hace falta contar. Dos hermanos rivalizaban entre sí olvidándose que eran hermanos. El padre les dijo: “Pídanme lo que quieran, pero sepan que a su hermano le daré el doble”. Uno de ellos dijo: “Quíteme un ojo”.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO