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Daniel Guerrero | El chalet de Podemos

Que la política es más de “clichés” que de argumentos, más escaparate que contenido o, si lo prefieren, más pragmatismo que ideología, es algo de sobra conocido hasta por el más iluso e ingenuo de los ciudadanos, sea votante o abstencionista. Son pocos, muy pocos, los que creen a pies juntillas las afirmaciones y promesas de los políticos, como también son contados los que leen los programas electorales de los partidos y confían candorosamente en su cumplimiento.



Tal actitud, nacida del recelo, es un “prejuicio” que se manifiesta con la expresión, cada vez más extendida, de que los políticos “son todos iguales”, aunque algunos sean más iguales que otros. Lo malo es que este prejuicio no es fruto solo de la intuición y la desconfianza sino que se alimenta de la experiencia y las frustraciones que depara la gestión política, presa siempre de lo posible.

Y por si hubiera alguna duda, ha venido ahora Podemos a confirmar este aserto que, a la larga, provoca desafección en los ciudadanos. Podemos era la última promesa partidaria, como formación emergente de nuevo cuño en la izquierda del espectro ideológico, que supuestamente iba a depurar la vieja política de hipócritas y fariseos que simplemente parasitan el erario, pendientes antes de su bienestar personal que del interés general de la población, mediante el ejercicio “profesional” de la política, en cargos orgánicos o institucionales, de por vida.

Prometían en Podemos, partido nacido al calor de las manifestaciones del 15-M del año 2011 y de aquella “indignación” exteriorizada por los ciudadanos, luchar contra la “casta”, término con el que aludían a la clase política instalada en un bipartidismo que se alternaba en el Gobierno y que había surgido del sistema clientelar heredado de la Transición.

A los dirigentes podemitas, jóvenes de extracción universitaria que pululaban la izquierda desde atriles académicos, se les llenaba la boca con promesas de que jamás cometerían los mismos “pecados” que esos indignos políticos de la “casta”, ni participarían en la trama de intereses cruzados que enreda la política con la economía y las élites y maniata su actividad, haciéndola comulgar con objetivos espurios.

Aseguraban convencidos que, debido a su entrega y compromiso con la gente común, serían fácilmente identificables hasta por su indumentaria, puesto que su conducta personal y su quehacer político no se apartarían nunca de los de “abajo”, de la gente de la que decían proceder: en definitiva, del “pueblo”, ese ente indeterminado de colectividades, parecido al Volksgeist romántico, que solo ellos serían capaces de representar con fidelidad, honestidad y lealtad.

Y, de hecho, a Podemos le ha ido muy bien porque con ese discurso, en solo siete años y sin experiencia previa, ha recorrido el camino que a otros ha supuesto décadas para acceder a los aledaños del poder y conseguir capacidad de influencia social y de modificación de la realidad. Así, partiendo de la nada, Podemos ha conseguido ser, hoy, la tercera fuerza política del país, y a punto está de alzarse con la segunda, si ellos mismos no se traicionan.

Pero ha bastado un chalet para que esa imagen idealizada de partido transversal de inmaculada pureza se vaya al garete. El icónico chalet, símbolo de clase media acomodada del desarrollismo y signo externo de una burguesía clasista y en connivencia con el “sistema”, ha dado la puntilla a una organización política tal vez novedosa en su forma (inscritos, círculos, etcétera), pero contaminada con demasiados “tics” que recuerdan el culto al líder, el dirigismo asambleario, la cooptación orgánica entre afines y familiares y, ahora, esa tendencia hacia los mismos apetitos materiales y clasistas de cualquier pudiente del capitalismo o… del comunismo más rancio.

El chalet del imaginario popular, con el que sueña todo españolito, ha destruido la laboriosa construcción de imagen en Podemos, tan dado a los golpes visuales de efecto o las performances mediáticas. Y también ha bajado del pedestal a su líder, el carismático Pablo Iglesias.

El profesor Iglesias, secretario general del partido y líder indiscutido, e Irene Montero, su compañera sentimental y portavoz del grupo parlamentario en el Congreso, anunciaron ante la prensa, antes de que se descubriera, la compra de un chalet de más de 250 metros cuadrados, construido sobre una parcela de 2.000 metros cuadrados, con piscina y casa de invitados, en Galapagar, una elegante urbanización a las afueras de Madrid.

Aclararon que, para poder adquirir esa casa de campo, valorada en más de 600.000 euros (100 millones de pesetas), habían suscrito un préstamo hipotecario de 540.000 euros, por el que abonarían unas mensualidades de 1.600 euros durante treinta años, deuda a la que harían frente gracias a sus respectivas solvencias económicas.

Subrayaron, incluso, a modo de justificación, que adquirían esa propiedad para desarrollar un proyecto de vida en común ante la próxima llegada de los hijos que espera la pareja. Sin embargo, todos esos pormenores de la operación no ocultan, a pesar de su aparente transparencia, el conflicto surgido en el maridaje de las convicciones con los hechos o, como comenta cualquier “desencantado” en la barra de un bar, la incoherencia entre lo que se dice y lo que se hace.

De inmediato, les han llovido las críticas, fundamentalmente por ser ellos los adalides de la humildad, el desinterés material y la entrega generosa y sin ambiciones a la “cosa pública”. Nadie discute el derecho de esta pareja de políticos a acceder a la vivienda que les apetezca y pueda costearse, así como de buscar el ambiente más idóneo, a su juicio, para la crianza de sus futuros hijos.

Son anhelos que todos los españoles comparten, pero que una gran parte de los mismos no puede alcanzar por las dificultades de la vida. Dificultades que, precisamente, estos políticos decían combatir desde su voluntaria alineación con los más necesitados y su renuncia a los privilegios que caracteriza a las clases acomodadas que tanto han denostado en sus intervenciones.

De ahí el impacto de la noticia y la polémica que ha desatado, no solo entre los inscritos (afiliados) de Podemos, sino entre la ciudadanía, en general, y sus oponentes políticos, en particular. Y para hacer frente a tales críticas, la formación que dirigen ha convocado una consulta para que sean las bases las que decidan, a través del voto telemático, si el secretario general y la portavoz deben dejar sus cargos a causa de este asunto. Será la primera vez que un asunto personal se dilucida en Podemos como una cuestión estratégica que afecta al conjunto de la sociedad. Mal precedente para la moral política, condicionada al sufragio.

Pero pésima solución para esquivar un problema. Porque lo que se cuestiona no es el derecho de Iglesias y Montero a la propiedad y ser dueños de un chalet, sino la contradicción de un posicionamiento ideológico que deplora ese enriquecimiento patrimonial, legítimo en los que puedan permitírselo, con la conducta personal de unos líderes que no hacen asco a lo que antes les ofendía, el lujo y la ostentación obtenidos, no mediante el robo y la corrupción –que no es el caso, gracias a Dios–, sino por la desigualdad de oportunidades de una sociedad injusta, en la que las condiciones de origen favorecen a unos pocos y perjudican a la mayoría.

Justamente, lo que estos líderes prometían erradicar con su forma de proceder y con las políticas que propugnaba su formación. Se critica la falta de coherencia entre la teoría y la praxis de lo que se predica y la hipocresía manifiesta que practican estos supuestos profetas de la moralidad pública y la austeridad personal en pos de la felicidad y el bienestar colectivos.

Pero, por la forma de reaccionar ante unas críticas que resulta increíble no hayan previsto, hay que señalar que las mismas no forman parte de una caza de brujas ni de ninguna campaña de acoso contra unos dirigentes afortunados que tienen la posibilidad de vivir dignamente. Se trata, simplemente, de dilucidar el grado de credibilidad y la confianza que merece una formación en la que han aflorado “irregularidades” y comportamientos contrarios a su propio ideario y a los criterios éticos de los que hacían alarde.

Porque el tufo elitista del chalet de Iglesias y Montero no es un detalle puntual y aislado en Podemos, sino la gota que podría colmar el vaso de tolerancia de sus seguidores frente a la desfachatez y la sinvergonzonería. El chalet de pequeño-burgués de estos líderes privilegiados se suma las irregularidades de Monedero con Hacienda a la hora de declarar sus ingresos, a las “facilidades” contractuales concedidas a Errejón para realizar un trabajo remunerado de investigación para la Universidad de Málaga y hasta la multa a Echenique por la contratación irregular de su asistente doméstica.

Todo este rosario de indicios sobre conductas improcedentes entre los líderes de Podemos es sintomático de algo mucho más grave y peligroso: de un engaño premeditado y continuado a los ciudadanos, en general, y a sus votantes, en particular.

Juzgar con una votación la honestidad, la coherencia y la credibilidad que demuestran Montero e Iglesias al adquirir una casa de lujo, después de las soflamas acusatorias que han dirigido a los detentadores de tales signos de riqueza, aunque esa riqueza se haya obtenido por medios legítimos y legales en una sociedad capitalista como la nuestra, resulta ridículo y causa sonrojo.

Sus contradicciones no las resuelve una votación ya convenientemente aleccionada desde la cúpula, sino que se asumen de manera individual. Es cuestión sólo de reconocer el error y dimitir, sin hacer recaer la decisión en nadie.

Pero si lo que se pretende es esquivar la responsabilidad para seguir aconsejando lo que no se es capaz de hacer, nada mejor que aparentar dignidad ofendida y montar otro espectáculo de “democracia” directa a través de las redes sociales. Es el mismo método de aquellas votaciones asamblearias, ahora on line, que tanto gustan a los dirigentes que se creen providenciales. Y todo por un chalet.

DANIEL GUERRERO