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Aureliano Sáinz | El huerto de Emerson

“Tengo un cuaderno nuevo y no sé en qué gastarlo. Es invierno, ya ha oscurecido, hace mucho frío y afuera resuena el temporal. Yo me he arrimado a este cuaderno como el mendigo al calorcillo de la lumbre. Por el momento no sé qué escribir, es cierto, pero eso importa poco”.


Así comienza el nuevo relato de Luis Landero, que lleva por título el mismo que he utilizado para este artículo: El huerto de Emerson. Un relato que es más bien la incursión por una senda que no se ha planificado de antemano y cuyo suelo va emergiendo a medida que el escritor se adentra en los recuerdos que atesora en su lúcida memoria.

Han transcurrido casi treinta y dos años desde que viera la luz su primera novela, Juegos de la edad tardía, una inmensa obra que nos sorprendió a todos, tanto que recibió los mayores parabienes al ser aclamada en el año siguiente, 1990, con el Premio de la Crítica y el Premio Nacional de Narrativa.

En mi caso, dado que conozco a Luis desde que éramos pequeños, ya que habíamos nacido en Alburquerque, teníamos la misma edad y vivíamos muy cerca el uno del otro en la calle Calzada (la que se ve en la fotografía de la portada y que asciende hacia el castillo del pueblo, justo al lado del Llano del Pilar, territorio mágico de nuestros juegos infantiles), cuando tuve noticias de esta publicación inmediatamente fui a comprarla.

Estaba editada por la prestigiosa editorial Tusquets, lo que era garantía de la calidad del trabajo que comenzaría a leer. Decir que quedé de inmediato prendado es quedarme corto. Ante mí tenía unas páginas escritas con verdadera maestría.

Las leía muy despacio, como hay que hacerlo con todo lo que publica Luis Landero, pues la belleza que se desprendía de su prosa suponía sumergirme en una novela cuyos protagonistas, no sé por qué, me hacían recordar a los de Don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes.

“Una mañana de octubre de 2016 fui a visitar la tumba de mis padres. Siempre habíamos ido juntos, mi madre y yo, y ella era la que se conocía el camino y me lo iba indicando con frases breves y precisas: “A la izquierda”, “Todo derecho”, “Métete por aquí”. Pero ahora mi madre había muerto y por primera vez fui solo, con la atolondrada convicción de que, recordando sus palabras, guiado por ella, por su voz aún reciente, encontraría finalmente el camino. Pero no”.

No es excesivamente prolífico el autor de este conjunto de capítulos, cada uno con su propia denominación: “Tiempo de vendimia”, “El viento en la vela”, “Un hombre sin oficio…”, que se articulan hasta completar un imaginario huerto, digno del filósofo estadounidense Ralph Waldo Emerson, al que hace referencia en el título del libro.

Sus libros, al igual que el artesano que elabora con mimo su pieza sin importarle el tiempo que le dedica, aparecen con cierta regularidad. De este modo, sus fieles seguidores siempre tendrán entre sus manos esas páginas tan deseadas que las irán desgranando lentamente, de modo que al final cerrarán el volumen con la esperanza de que no tardarán demasiado en citarse de nuevo con el autor al que admiran.

Bien es cierto que su anterior y aclamada novela, La lluvia fina, había sido publicada hacía poco, en 2019, es decir, algo más de un año para que viera la luz este relato íntimo y emotivo. Y digo relato, ya que en este caso no es una novela que tenga la intensidad de La lluvia fina, puesto que ahora el autor navega por sus recuerdos, teniendo en cuenta que no solo son los que lo retrotraen a las experiencias vividas, sino también a las lecturas y a los escritores que acuden libremente a la cita de sus evocaciones.


“Cuando yo era niño y llegué a Madrid, ¡qué tiempos aquellos!, había mucho que ver, y más para mí que venía de un pueblo donde no había más maravillas que las que venían de los cuentos que nos contaban a los niños. Aquella época fue irrepetible, como todas las épocas, y la gente y los sucesos de entonces no volverán ya nunca, y morirán cuando ya nadie los recuerde”.

Para alguien cuyos escritos se encuentran con frecuencia impregnados de los posos dejados por el tiempo, especialmente los imborrables de la infancia, necesita tener una fértil memoria o que alguien acuda en su ayuda para que le actualice relatos o vivencias que se escondieron en un rincón del camino transitado.

Sería el propio Luis el que me traería al presente, la primera vez que nos encontramos en Alburquerque al cabo de muchos años de no vernos, la imagen que guardaba de mí, paseando por la calle del pueblo con un camaleón al hombro.

Lo había olvidado totalmente. Y si no fuera por él, todo aquello habría quedado sepultado o muerto en el recuerdo, pues no tengo ninguna fotografía que me actualizara la pequeña aventura nacida de la estancia en un campamento de Chipiona, lugar en el que compré un camaleón para traérmelo a mi pueblo y pasearme todo contento con él (debo apuntar que por aquel tiempo no era la especie protegida que es hoy; aunque, pensándolo bien, en aquellos años del franquismo no creo que hubiera muchas especies protegidas).

“¿Y de mis autores más queridos, a los que vengo leyendo y leyendo desde hace tantos años? ¿Qué podría decir yo de Cervantes, de Kafka, de Shakespeare, de Dickens, de Faulkner, de Conrad, de Chéjov, de Borges, de Quevedo…? Apenas nada. Ni siquiera me he parado a pensar en ello. Alguna vez, por cierto, he contado que soy lector, escritor y profesor, por este orden cronológico, y que no siempre esas tres personas coinciden en sus criterios, gustos e intereses”.

Tengo que advertir que este relato, esta narración o estos quince capítulos engarzados como las cuentas de un collar, de modo que cada pieza tiene valor por sí misma, ha nacido de la imperiosa necesidad del autor de hablar, a su manera, de sí mismo, de sus recuerdos, de sus reflexiones, de sus dudas e incertidumbres.

Son esas dudas e incertidumbres que asoman y nos inquietan cuando las Parcas sobrevuelan a nuestro lado, o cuando lo han hecho de manera imprevista y despiadada, de forma que rompen el destino que habíamos imaginado para nosotros o para quienes queremos, quebrándonos por dentro y dejándonos lejos de la felicidad que nos regalaron en la infancia.

Y si En el balcón de invierno nos acercaba a sus recuerdos más preciados, en esta ocasión vuelve con su muy cuidada prosa a invitarnos a que le acompañemos en esta senda incierta en la que comenzó en esa noche fría de invierno.

“Pero, si aun así, tú hacías la última pregunta, o en sus tiempos Miguel o Félix Lope, ¿cuál es el mejor sitio para esconderse de la muerte?, ya no te contestaba nadie, ya todos habían vuelto a sus pensamientos insoldables, los ojos hipnotizados por el chisporroteo de la lumbre. Solo la vieja a la que nadie conoce y por la que nadie pregunta tiene en el rostro la sombra dorada de una sonrisa imperceptible. Así fue siempre, durante siglos, cuando en las casas la gente se reunía toda junta al fuego”.

Así se cierra, con estas interrogantes, el último trabajo de Luis Landero. A fin de cuentas, yo no desvelo ningún inquietante o inesperado final que hubiera que silenciar, dado que no nos encontramos en una novela al uso. En todo caso, es un relato en cuyo fondo bulle la inquietud que ahora asalta a su autor (la que a todos en algún momento nos asalta): “¿A dónde irán todos nuestros recuerdos, todas nuestras vivencias, todos nuestros ensueños, todas nuestras ilusiones, cuando las Parcas hayan decidido dejar de hilar y, cínicamente, nos avisen con sus risas burlonas de que el hilo de nuestras vidas se les ha acabado?”.

AURELIANO SÁINZ