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Rafael Soto | La prensa y el Anticristo

Philipp Eduard Függer recibió una carta singular el 14 de abril de 1592, proveniente de Venecia. Philipp pertenecía a una de las familias más poderosas del mundo y tenía informadores repartidos por toda Europa. Ya fuera por promoción suya o por acción de sus informadores, era habitual que las cartas exclusivas que recibía acabaran en una imprenta.


Se entiende que los Függer eran informados de asuntos de peso, que podrían influir en sus intereses financieros o comerciales, o que les permitieran conocer alguna circunstancia de interés de reyes y príncipes. Por otro lado, Venecia era uno de los grandes nodos informativos manuscritos de la Europa Moderna.

El contenido de esta carta singular es interesante, en tanto en cuanto nos permite comprender la mentalidad del lector moderno y sus vicios. Se trataba de una noticia que informaba del posible nacimiento del Anticristo.

La carta comienza justificándose, afirmando que se basaba en un “boletín de noticias” atribuido al gran maestre de la Orden de Malta –quizá Hugues Loubenx de Verdala–, y “varios príncipes más”. Es probable que se tratase de una gaceta manuscrita u otro tipo de publicación politemática o miscelánea, o sea, con diferentes narraciones. Se comprueba que la atribución autoriza lo que sigue, haciendo referencia a una persona de alto rango social.

Una vez justificada la fuente, el informador ofrece la narratio, que empieza con una atribución para pasar a la enunciación de la información:

El boletín informa de que en cierta provincia de Babilonia ha nacido de una mujer de mala reputación un niño cuyo padre es desconocido. Afirma que el niño está cubierto de pelo de gato y tiene un aspecto terrorífico. Comenzó a hablar ocho días después de nacer y a caminar al cabo de un mes. Se dice que ha confesado ser el Hijo de Dios.

Tras ubicar el acontecimiento, se ofrece la información en tercera persona, de manera clara y concisa. El texto sigue narrando hechos prodigiosos, que generan el escepticismo del lector contemporáneo en el mejor de los casos. Sin embargo, el redactor no solo sustenta su credibilidad en la supuesta autoría del boletín, sino que rechaza otras fuentes que afirma tener a su disposición por su escasa fiabilidad:

Para ser breve, omitiré otros informes al respecto que no parecen muy creíbles. Se dice que los rabíes han llegado a la conclusión de que la criatura es en realidad el hijo de la perdición, el Anticristo.

Parémonos un momento a recapitular. Uno de los hombres más poderosos de la época, Philipp Eduard Függer, comerciante y hombre de sólida formación, paga una red de informadores que le mandan cartas manuscritas. Y un día se presenta en su casa una carta señalando el posible nacimiento del Anticristo y, como señala la carta en otro punto, que ya se le rinde culto local. Inconcebible para el lector actual, pero lógico para el lector moderno. Sabemos que la carta fue después impresa, convirtiéndose así en un producto del primer periodismo europeo.

Y es que Honoré de Balzac se quedó corto en su crítica a la prensa cuando escribió, en el contexto de la prensa parisina de la década de 1840, que “para el periodista todo lo que es probable, es verdadero”. Ese juicio de verosimilitud también corresponde al lector.

Como bien señalan las teorías más recientes sobre la recepción, se trata de un proceso interactivo y de negociación del sentido entre un emisor y un receptor. Es un proceso de producción activa y que está marcada por diferentes variables.

Dicho de otra manera, el lector también participa en el proceso informativo, no es un elemento pasivo. Por ejemplo, las noticias falsas con intención de serlo, más conocidas como fake news en el universo de los anglicismos, se verían muy limitadas si los lectores fuesen críticos y exigentes. Ellos son los que le dan credibilidad, ellos son los que los difunden.

El profesional de la información tiene una responsabilidad, pero el lector también. José Ortega y Gasset lo sabía bien. El autor de La rebelión de las masas hizo un llamamiento al público en el primer número de El espectador, “Verdad y perspectiva” (1916), un conjunto de ensayos con claros matices periodísticos:

El escritor, para condensar su esfuerzo, necesita de un público, como el licor de la copa en que se vierte. Por esto es El Espectador la conmovida apelación a un público de amigos de mirar, de lectores a quienes interesen las cosas aparte de sus consecuencias, cualesquiera que ellas sean, morales inclusive. Lectores meditabundos que se complazcan en perseguir la fisonomía de los objetos en toda su delicada, compleja estructura. Lectores sin prisa, advertidos de que toda opinión justa es larga de expresar. Lectores que al leer repiensen por sí mismos los temas sobre que han leído. Lectores que no exijan ser convencidos, pero, a la vez, se hallen dispuestos a renacer en toda hora de un credo habitual a un credo insólito. Lectores que, como el autor, se hayan reservado un trozo de alma antipolítico. En suma: lectores incapaces de oír un sermón, de apasionarse en un mitin y juzgar de personas y cosas en una tertulia de café.

A hombres y mujeres de tan rara índole se dirige El Espectador, que es un libro escrito en voz baja.

Ortega y Gasset no quería cualquier público, sino que quería lectores “sin prisa”. Solicitaba su atención, consciente de que el gran público es un estercolero. Una conclusión a la que Mariano José de Larra llegó con 23 años.

Larra publica en agosto de 1832 El pobrecito hablador: Revista satírica de costumbres en Madrid (disponible aquí). Lo hace con el pseudónimo “Bachiller D. Juan Pérez de Munguía” y, en el primer número, tras dedicar “dos palabras” a los lectores para presentar su publicación, titula el primer texto como “Quién es el público, y dónde se le encuentra”:

[…] el ilustrado público gusta de hablar de lo que no entiende […] no existe un público único, invariable, juez imparcial, como se pretende; que cada clase de la sociedad tiene su público particular, de cuyos rasgos y caracteres diversos y aun heterogéneos sé compone la fisonomía monstruosa del que llamamos publico; que este es caprichoso, y casi siempre tan injusto y parcial como la mayor parte de los hombres que le componen; que es intolerante al mismo tiempo que sufrido, y rutinero al mismo tiempo que novelero, aunque parezcan dos paradojas; que prefiere sin razón, y se decide sin motivo fundado; que se deja llevar de impresiones pasageras; que ama con idolatría sin por que, y aborrece de muerte sin causa; que es maligno y mal pensado, y se recrea con la mordacidad; que por lo regular siente en masa y reunido de una manera muy distinta que cada uno de sus individuos en particular; que suele ser su favorita la medianía intrigante y charlatana, y objeto de su olvido ó de su desprecio el mérito modesto […].

La impresora María Pérez publicó en la Ciudad del Betis, en 1621, Victoria que el armada de Inglaterra alcançò con solos diez Galeones de diez y siete Naos de Turcos, a vista de Tarifa, tres dias despues de la que alcançò nuestra Armada en el Estrecho de Gibraltar y assi mismo se refiere el daño que la dicha Armada hizo (disponible aquí).

Sobre el público, Pérez destaca al final de su texto, tras una breve reivindicación profesional:

Nuestro trabajo es fuerza que salga a manos de cultos y de idiotas, a las del sabio y a las del rustico, al uno no hay para que satisfacer, el otro contentese con entretenerse por un cuarto.

La heterogeneidad del público es un hecho reseñado en los tres casos. Asimismo, todos señalan de manera implícita o explícita que el lector no siempre está capacitado para comprender o gestionar bien la información.

Por un lado, tanto emisor como receptor comparten un espacio comunicativo, con sus imaginarios y creencias, que facilita la credibilidad de ciertos mensajes. Por otro, hay un público que demanda un producto, sea información, opinión o entretenimiento. Y mientras que haya demanda, habrá oferta. Los programas más repugnantes de la televisión triunfan porque tienen una audiencia fiel. Los bulos se difunden porque son creíbles y porque, en el fondo, el lector le quiere dar credibilidad.

No había alfabetización mediática en el siglo XVI. Es un invento moderno, de los buenos, que Natalia Bernabeu y otros expertos definen como “la capacidad para acceder, analizar y evaluar el poder de las imágenes, los sonidos y los mensajes a los que nos enfrentamos día a día y que son una parte importante de nuestra cultura contemporánea, así como la capacidad para comunicarse competentemente disponiendo de los medios de comunicación a título personal”.

La alfabetización mediática, en especial la informacional, tiene sus límites. Como ya hemos indicado, si crees en el Anticristo, es más probable que estés dispuesto a creer una información vinculada con su llegada. En cualquier caso, la Sociedad de la Información exige una especial sensibilidad con la transmisión de información, y que es esencial si queremos mantener un entorno mediático sano y unas instituciones democráticas libres.

Porque ayer creían en el Anticristo. Hoy, en Estados Unidos, hay una parte importante de la población que cree en un fraude electoral. Y mañana, Iván Redondo nos puede hacer creer lo que le plazca... si es que no lo hace ya.

Haereticus dixit.

RAFAEL SOTO