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HG Manuel | La fotografía (XVIII)

Silueta gris claro con aguas de seda, entremetió su atezada jeta un desenvuelto maduro, de buena hechura: al parecer, donaba por doquier la gentileza de su sonrisa y nos ofrecía una muestra: franca, confianzuda, fresca de lociones y aires marineros.


Vi cómo se le escapaba el mohín al señor Flores, que borró ipso facto.

–Señor académico… –cuello abotonado libre de corbata, y el ademán atlético, le asomaba por la bocamanga un peluco fuera de categoría cuando adelantó las manos, morenas, grandes como tenazas, dispuestas al apretón.

El señor Flores, presto a recibirlo, esquivó galante la amenaza con un efusivo sucedáneo de abrazo.

–¡Martiartu…!

Resonó como la caída por una escalera el recíproco palmeo por espalda y brazos.

–Nos dais una envidia… ¡Un logro como este! –pregonó, rumboso, el recién llegado.

–No exageres, ya quisiéramos, ya –rehusaba con recato el arqueólogo.

–Tenéis un potencial tremendo –abarcaba un espacio ilimitado el arco de sus brazos.

–Oh, tu loa, Martiartu, tu loa…–esponjaba su artificio el señor Flores.

–No, no… Soy completamente sincero. Y, fíjate, precisamente, dentro de Nuestro Plan de Iniciativa Social, motivo de la exposición Arquitectura y Paisaje, que tú bien conoces…

–La conozco, sí, sí, interesantísima, importante, muy importante… –enfatizó, manos en alto, el señor Flores.

–¿Verdad que sí? Ha sido un esfuerzo inaudito –aseveró frotándose los nudillos–. Pues, mira, y por cierto, quiero…

–¿Cuánto hace que no te veo? –se cogió la barbilla, muy interesado por la información el señor Flores.

–Oh –se despistó el otro–, pues no… –«¡Es dulce mirar a los ojos de un hombre amable!» –lo enmudeció con sonoro recitado y mucho arrobo la rubia–. ¡Martiartu, precioso! –irrumpió ella en un visto y no visto de almibarada simpatía, y apresó con celeste garfa la manga del guaperas–. Francis, no te enfades, pero este bellezón me lo quedo. –Si te pones así… –renunció presto, con deferencia versallesca, el presidente.

–Anda, saladín –lo arrebataba la rubia–, deja al presidente para luego. Como ves, está ocupado con aquí el señor…

–¡Oh, lo siento! –se fingió sorprendido–. No quería yo…

–…En cambio –la rubia sujetaba con esmero–, yo estoy interesadísima en ese término: Zeitgeist, que empleas tan a menudo en tus conferencias, porque yo no me las pierdo, ¿eh?, me tienes tan intrigada… ¿Me confesarás qué jauría de espíritus, que plagas terribles encierras en tu Zeitgeist, eh, monín? Porque, te lo advierto, yo conozco algo del origen filosófico…

–Oh… sí… claro… bien… –acertaba el otro a intercalar mientras se alejaban.

–¡Es maravillosa, maravillosa, maravillosa…! –salmodiaba el señor Flores con embeleso. Luego se ocupó de mí: mantenía congelada la sonrisa, y barrunté desazón–. Oiga, se me ocurre… A usted lo ha contratado Perals; pero nosotros, el resto… ¿También trabaja para nosotros?

–Su nombre, señor Flores, está en el contrato.

–¿Entonces…?

–Sí.

–Pregunta tonta, olvídelo. Es que me apetece hablar, con cierta confidencia, de lo que va a ocurrir aquí esta noche, quizá una experiencia nueva para usted.

No sé, tuve la duda, si aquella apetencia era farde o desahogo, o mera suposición mía: se mostraba tan campante y a la vez precavido…

–Yo estoy aquí por… –quise evadirme para volver a mi asunto. Intentaba ahuyentar los insufribles arrumacos de esa estúpida mascota: la impaciencia. Pero…

–Sí, sí, claro, claro, no lo olvido. De todos modos, antes, su actitud…–hizo el gesto de borrar del encerado un mal planteamiento–. Este caballero con aspecto tan… deportivo, ¡y es persistente como el tábano, se te agarra con halagos a la oreja, ¡buf!, es el enviado de su banco con el único propósito… –oteó la sala y me secreteó, mano en boca– de engullir nuestra Asociación. Si lo consiguen, yo quedaré en honorario de corta duración, y en mero artilugio vistoso –desplegó en anuncio ambas manos– todo lo demás. ¡La diosa Sekhmet lo impida! –se cachondeó, creo–. Y como antídoto al acoso, yo sostengo la opinión de todo un emperador: Juliano, quien aconseja mediante carta a Temistio no pasar desapercibido. La notoriedad nos permite ser útiles a nuestros semejantes, completa mi razón Plutarco. Y ¿no lo ha notado? Soy el héroe de la noche –se mofó–. Un héroe volandero y pesimista que le es infiel al propio pesar. Es decir, que soy un cínico o me lo hago, quién sabe. Cínico que procura no ascender a lo ridículo, privilegio fatal, cuando propinas más de un codazo para acomodarte en la henchida jerarquía de la ciudad. De este modo, colocada la punta del pie donde otros ya afirman la planta, la opinión alcanza a escucharse allí donde se debe, porque el principal instrumento de esta Asociación, que yo presido, no por mucho tiempo, mi salud se emperra en echarme –bromeó–, es la voz. Voz ponderada, en todo tiempo y ante cualquier circunstancia, y prudente, siempre prudente. Aunque a veces, cuando es inevitable, se alza en grito. Sí, y llega a lo abierto del patio y lo recóndito del salón. ¡Ah, cuán importante el ingrediente dramático para exponer el in flagrante delicto! –gesticuló teatrero.

El señor Flores, con síntomas de embeleso, consultó su reloj y mensuró atento los animados corrillos, donde ya se despendolaban, confianzudos, voces y gestos. Lamentó, por mí, voluble y dicharachero, que no se ofrecieran canapés ni se sirvieran bebidas. Yo lo agradecí.

–Otro ingrediente de la salsa es Cardenal –continuó–, el periodista que inició todo esto, muy beligerante, editor de 1 Por 365, un diario digital, que nos puso en la pista. Pues bien, le resumo: Cardenal entrevistó a un anticuario, depositario de un lote de documentos de gran valor histórico, y mediante una serie de indagaciones entró en el detalle del contenido, autores y soporte en el que estaban. La procedencia era confusa y sospechó, él es muy incisivo, que tal vez fuera robado, por eso se puso en contacto con un acreditado historiador, especialista en la historia local, que despejó sus dudas: los documentos fueron sustraídos hace no menos de setenta años del Archivo Histórico. El experto le sugirió nuestro Círculo por la Protección y Cuidado del Patrimonio, y a partir de ahí intervenimos, nos hicimos cargo: evaluamos, regateamos y compramos, luego interpusimos denuncia, intervino Perals, etcétera. Cardenal ni siquiera está aquí esta noche: no ha podido, según dice, o no ha querido, según digo; en cualquier caso, acapara nuestro agradecimiento. Nos hemos convertido en suscriptores de su periódico, acudimos regularmente a su televisión en línea, porque también nos conviene, y dispone con cierta antelación del pormenor de la historia, aunque dado su modesto alcance no se notará mucho; de los facsímiles, alguno se entregará esta noche, de las copias digitalizadas, etcétera, también se encarga él, con el visto bueno de Patrimonio. La suma no le reporta mucho, económicamente, me refiero, pero es publicidad de la buena, la que prestigia… ¿Comprende lo que quiero decir? –reclamó mi atención.

HG MANUEL

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