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HG Manuel | La fotografía (XXXII)


Superé la pronunciada curva en rampa del aparcamiento para desembocar en la deslumbrante intensidad de la luz. La tarde, algo acalorada, se encaminaba hacia su madurez; y yo, una piececita más de aquel transitar fluido, salía de la ciudad. Conducía pensando en el grupo de viejos amigos navegando beodos y satisfechos por el calmo azul de la bahía. Por distraer la hora larga que me llevaría el viaje, até, desaté y volví a atar los cabos del mismo nudo. Un empresario farmacéutico, un biólogo, directivo de una empresa de investigación biomédica, un militar de alta graduación, un arquitecto metido a constructor, y el estirado Perals, fundador del prestigioso bufete, cultivan una amistad entrañable, de toda la vida. Son el núcleo; cercanos, podría añadir con más o menos tino, al señor Flores y a doña Elvira; Castilla quedaba en la corteza, indiferentes a su inocua veleidad literaria. Hernández, un satélite aparte, me había hablado de siete libros, «edición privada», que los demás ignoraban. Era extravagante esta faceta de Castilla: silenciar unas obras que él se pagaba. Individuo peculiar, muy peculiar; era razonable interpretarlo así. Todos los Castellae, de no ser por la profesora, lo seguirían imaginando en lo de siempre: una vida corriente, de funcionario, como la había calificado el periodista; aparte, resultaba chocante que en todas sus historietas, tal vez por no venir a cuento, ninguno mencionara que lo echaba de menos. Por esto sufrí un principio de melancolía: a la pamema de la vida la trocean los relojes, los calendarios; si echamos cuentas, solo nos da para contar sensaciones, dulces o amargas, unas más fuertes que otras si depuramos letargos y basurillas varias. La afinidad, la simpatía inician el grupo, la amistad lo cultiva; a los episódicos, a los conocidos, revueltos con otros que llegaron a íntimos, el tiempo los arrastra y la corriente se los llevó. «Y todo esto, fuera de lo que persigues, ¿a qué viene, a ti qué te importa? Y si te importa, ¿qué?». Terminé preguntándome si sería aconsejable preparar una tanda de entrevistas por separado. No, seguramente no.

Cuando llegué, casi en el tiempo previsto, el hambre, azuzada por el espumoso y mi estoica renuncia a las quisquillas y el salpicón, mantenía su exigencia. Cielo alto, sol espléndido, arbolitos y piar de pájaros cuando abandoné mi coche y caminaba hacia el hotel, situado en una plaza recoleta con sombra de acacias en el piso adoquinado. Me identifiqué y conseguí dar pausa a las preguntas que le hice al correcto joven de recepción. Quedó indeciso, prendado de algo en la pantalla que tenía delante; «Un momento, por favor» me pidió, y se fue con la foto que le había entregado a consultar con un señor vestido de oscuro que, unos pasos más allá, informaba a un cliente garabateando redondeles en un folleto turístico. Aguardó respetuosamente a que su jefe, así lo supuse, terminara la función.

Yo me estiré un poquito, acerqué mi expresión a la sonrisa, coloqué las manos sobre el mostrador y esperé también.

Hubo coloquio entre ellos, el hombre inclinó la cabeza sobre el hombro para avizorarme; se desplazaron hasta una mesa, el jefe tecleó ante una pantalla, contempló el resultado y se lo comunicó al joven. Este me informó con palabras de segunda mano que el señor Castilla no disfrutaba los servicios del hotel en aquel momento, pero solía hacerlo varias veces al año, la última entre finales de enero y principios de febrero: tres noches.

–¿Tenía coche el señor Castilla?

Se aproximó a la pantalla y tecleó.

–Nunca se le ha facturado por ese concepto.

Natural: carecía de carnet de conducir, según la profesora; pero hay que preguntar.

–¿Estaba acompañado?

Deshizo el amago de consulta al jefe.

–Ocupó una habitación individual.

–¿Siempre?

Se lo pensó; volvió a teclear.

–Individual, sí

Le di las gracias.

Fui a sentarme en la terraza, situada en la trasera del hotel; la cafetería ocupaba una esquina del salón que prolongaba el vestíbulo, frente al prado con blancos y rosados arbustos de azalea, limitado por setos de aligustre; en lo hondo, el tremor de la alameda bordeada por el río. Llegaba un airecillo que comenzaba a insolentarse, traía desde la ribera un olor amargo, húmedo de barro, vegetal. Comí con ganas lo que me pudieron ofrecer a esas horas: una ración de ensaladilla rusa y algo de paté con mermelada; el café lo reservé para pretextar conversación acodado en la barra.

Probé mis argumentos, café y algún aguardiente por medio, en el alfombrado saloncito con veladores y vitrinas que procuraba intimidad si te acomodabas en el pinturero rinconcito a la vista del hipnótico movimiento de los árboles. El camarero, un veterano de maneras blandas y tendencia alcohólica, agradeció la compañía con algún chisme; se extrañó de que aquel señor Castilla, cliente «bastante habitual» al que había visto en febrero, cuando la Feria de la Gastronomía, «Hubo mucho negocio», se dedicara a temas de restauración; a él la había dicho que era profesor «pero no de qué». La conversación fue dando tumbos, hasta que referí de cierta actriz: le bizquearon los ojos. Me dijo que la «hermosa señora» era dueña, por herencia materna, de una corsetería con escaparate a una concurrida callecita anexa a la avenida principal.

–Cinco meses, desde la feria. El señor, muy correcto, la espera siempre allí –señalaba el rinconcito– y ahí tienen su conversación, muy amena, leen y todo. Ella sigue siendo un monumento –y la antigua visión lo alumbró más que el alcohólico perfume del brandy que «a su salud», la mía, se estaba tomando–. Los jóvenes ni la conocen, ¡brutos…!

Yo pretendía la confidencia y fingía acompañarle, hasta que:

–Una señora elegante, es su natural; pero se la veía enfadada. La única vez, siempre tan avenidos, pero enfado, enfado, enfado. ¿Sabe usted esas miradas que te cuajan? –se le desmayó la mano sobre el mostrador–. Ella no levantó la voz, es muy discreta, muy señora, pero el carácter, que debe ser de aúpa, le salía por los ojos –graficaba el flujo con los suyos removiendo los dedos como si hipnotizara–. Él ni se diga: igual pero en pacífico. Hombre de pocas palabras, muy amable, simpático de esa manera. Le he comentado cosas bonitas de ver en la ciudad y en sus alrededores, ha debido viajar mucho, no presume pero se le nota. Se quedó a comer en la cafetería, me agradeció que le recomendara el vino.

–¿Solo?

Tomó su copa y se calzó un trago; se le amargó la boca y registraba mirando el salón vacío.

–¿Aquí, en la cafetería? –imprimió en el sobado posavasos la yema del pulgar–. También, en cualquier sitio que lo haya visto. Sí, solo; la última vez, allá por febrero. Ella se marchó, no se lo había dicho.

El hombre ya se explayaba en lo que no venía a cuento. Le aboné las consumiciones más propina. Agradeció pero me torció la jeta: no le gustó quedarse a mitad del soliloquio, tan ameno.

HG MANUEL

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